lunes, 1 de septiembre de 2014

Pasiones Fatales II




“Trilladas se me escuchan las palabras, es que a todos nos tocan algún día”
KANY GARCÍA





    Me di cuenta de que todo eso que dicen del matrimonio era verdad. La convivencia entre Eloísa y yo se mantenía en pie solo porque la fuerza de la costumbre la sostenía. Eso era todo: adaptarnos a vivir en la peligrosa comodidad que sugiere la monotonía. Aquella fuerza arrolladora que nos había impulsado a querer compartir nuestras vidas se había acabado, y era reemplazada ahora por una rutina que nos pesaba, como sabiamente expresa el refrán, más que un matrimonio ajuro. Siempre he pensado que la sabiduría popular suele ser cruel y acertada en la misma medida. No vayan a pensar que soy prepotente por asegurar que sé lo que mi esposa sientía exactamente. Lo que pasa es que estos veinte años no solamente han traído consigo celebraciones de aniversarios, reuniones familiares y dos hermosos hijos, sino un amplio conocimiento de nuestras personalidades por parte de ambos. Por eso, aunque haya tratado de ignorarlo, fue inevitable que notara en su mirada que ya no me amaba. Aunque fue más doloroso aún aceptar que yo le correspondía en la ausencia del sentimiento:

Fingir demencia es bueno en algunas ocasiones. Pero este no era el caso y lo aprendimos a los golpes. Tú también te hiciste la loca, Eloísa. Que Carla y Sebastián se hayan ido de vacaciones con tu hermana fue quizá el hecho más trascendental que nos ocurrió en los últimos meses. Nos sirvió para dejar de disimular. Ya no debíamos darnos un beso frío y sonreír por compromiso delante de ellos, ni yo tenía que guardar las formas llegando temprano a casa. Por eso fue que empecé a regresar del trabajo cuando ya dormías. Prefería salir de la oficina y caminar, sentarme en un banco o entrar en el bar que fuera y esperar a que las horas pasaran. Cualquier cosa era mejor que entrar a la casa y tener que mirar de frente el fracaso de nuestra relación. Lo que sea era preferible antes de tener que enfrentar la posibilidad de que algún día me pidieras que nos sinceraramos. Sí, los años me habían vuelto un poco cobarde.


Tu orgullo no te permitía reclamarme por mi actitud. Sé que prefieres estar muerta a permitir que alguien descubra que tiene la capacidad de lastimarte. Pero esa psicología yo la conozco. A diferencia de tus pacientes, yo sé cuáles son tus técnicas para analizar a la gente y para reaccionar ante las situaciones. Por eso entiendo porqué decidiste guiarte por tu instinto y aparecer esa tarde en mi oficina. Sospechabas algo. Sin embargo, la sorpresa te dejó helada, porque nunca imaginaste que me encontrarías en mitad de un beso con Miguel, mi asistente. ¿Sabes algo? Con él todo había vuelto a renacer. Al principio quise oponerme a lo que sentía, pero después lo acepté. Ya tú no estabas como hace dos décadas para salvarme, suponiendo que el amor que sentía por él pudiera considerarse maligno. Ya tú no estabas como en nuestra época de universitarios en la que aquel compañero nuestro llamado Germán me llegó a gustar tanto como tú. En ese tiempo las presiones familiares y mi debilidad emocional ante el qué dirán me hicieron pensar que aquello era inaceptable. Entonces me aferré a tu inteligencia y a tu belleza para ignorar aquella atracción en la que era correspondido. Ahora comprendo muy bien esa frase trillada que reza que los cuarenta años son los segundos veinte. La vida me estaba presentando de nuevo la oportunidad de querer y no la iba a desaprovechar, porque él me estaba salvando del suicidio del que había estado siendo víctima contigo al condenarme a dejar de sentir.

No te daré más detalles por respeto y consideración. Solo diré que él se volvió muy importante en mi vida. Me hizo conocer pasajes de mí mismo que no imaginaba que existían. Tú también lo hiciste en su momento, Eloísa, y creo que es oportuno recordarte que te amé muchísimo. Con Miguel descubrí facetas que me hacían sentir feliz y me atreví a hacer cosas en las que jamás había imaginado participar. Pero la que superó a todas fue la de aquella maldita noche en la que fui Kiara e interpretando “Qué bello” hice mi primer y único show. Fue algo inolvidable: las luces, la atmósfera del bar, los aplausos de la gente y la mirada iluminada de Miguel. Se notaba tan orgulloso. Sabía que lo deseaba a morir. Yo sé que, de haberme visto, te habrías avergonzado de mí. Menos mal que no fue así.

Sin embargo, la felicidad se me acabó al llegar a la casa. Vestía la ropa con la que había ido a trabajar, aunque todavía olía a las cremas que me había echado antes de salir a la tarima. Deseaba que estuvieras dormida para que no lo notaras. En algún momento me sentí mal al pensar en esto, así que pasé por el despacho antes de subir para tomarme un trago. Justo cuando me senté para beber el primer sorbo de whisky, vi mi arma en el escritorio y me alarmé. Ese no era su lugar. ¿Pero qué es esto? pensé. Así que tomé la magnum y corrí hacia el cuarto para cuestionarte, con prueba en mano, por tu error de haberla tomado sin permiso. Y se jodió todo. ¿Por qué, Eloísa, ah? ¿Por qué coño tuviste que hacerlo? ¿Por qué tenían que ser tan hijas de puta? La escena de mi madre y tú en nuestra cama destruyó nuestras vidas. Nuestra relación ya no servía, no existía. Y sí, me había metido a maricón, ¡pero jamás fui vil ni irrespeté el hogar que habíamos formado!

Nunca en la vida había sentido tanto odio, y lo peor fue que creyeron tener el control del momento. "Dios te bendiga, Manuelito”. Ja! Siempre mi madre dejándose traicionar por la soberbia. No contaban con el detalle del arma, hasta que las apunté y sus rostros alegres solo hacían muecas de pánico. Sus ojos solo reflejaban terror. Los míos se consumían de la rabia. Estuve a punto de jalar el maldito gatillo, pero al desviar la vista un segundo y ver los restos de escarcha que había en mi mano, se me cruzaron los cables. La vida me pareció absurda. No podía comprender cómo habíamos llegado hasta ahí. Pensé en mis hijos y en Miguel, que son pura luz. Me sentí inmoral para reclamar, aunque la arrechera me consumía, y dejando atrás al Manuel que había sido toda mi vida, me fui.

Aquel torbellino de sentimientos hicieron que me retirara sin decir palabra alguna. Había decidido alejarme de todos y empezar de cero. Volvería cuando hubiera podido haber pasado medianamente el trago amargo y estuviera listo para ver a mis hijos, porque a ellos no podría dejarlos nunca. Pero ya no era el mismo:la imagen de ustedes en la cama se volvió una pesadilla, un peso constante, un parásito que, alimentado por el resentimiento, creció dentro de mí. El odio que me había producido la traición de ustedes me encegueció. Seguro creíste que todo se quedaría así, que después de todo sí tenían el control. Pero no, Eloísa, resulta que toda mi vida había perseguido la justicia a través de la abogacía y ésta vez también tenía que conseguirla, así fuera con otros medios.

¿Por qué con mi madre, ah? ¿Por qué tenías que intentar quitármela y ponerla en esta situación? No es justo. No podía permitirlo. Así que la tuve que liberar para siempre y definitivamente. Ya no tendrá que traicionar a su hijo para enredarse contigo. Le quité ese peso de encima. Ya no suspirará de vez en cuando pensando en lo que hizo, porque, de hecho, ya no puede inhalar ni exhalar. Y tú eres la única culpable. Tendrás que aprender a vivir con eso.

Fue doloroso aceptar que yo le correspondía en la ausencia del sentimiento, del amor. Ahora seguro debe estar leyendo esto y pensará que soy un monstruo. ¿Y saben? Tiene razón, como casi siempre. Ella nunca dio su brazo a torcer y yo siempre cedí. Ahora que lo pienso, ese fue el motivo principal de la debacle matrimonial. Pero eso ya no importa. Yo siento la presión del cañón de la magnum en mi sien y contemplo la idea de presionar el gatillo. Una basura como yo no merece vivir. Aunque, realmente lo que no merezco es morir ahora. Sería huir, ser cobarde, tonto y tomar el camino más fácil. Lo correcto es quedarme para apreciar el fruto de mi venganza, pero también para cargar con esta cruz mientras respire, porque ella y yo viviremos para pagar por esto. Pienso de nuevo en Carlita y Sebastián y confirmo que lo mejor es permanecer aquí, en esta dimensión. Nunca los dejaría solos y Eloísa tampoco lo hará. De eso me aseguraré, porque a partir de hoy esta piltrafa humana en forma de indigente se convertirá en su sombra.


                                                                                         
                                                                                        Claudia Hernández

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