Relatos


PARADOJAS

Son los seres de la oscuridad
que cada noche se despojan de su
piel diurna para deslizarse
por el asfalto capitalino
CARLOS VILLARINO

A mi cómplice favorita


         —¡Acepto!

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        El pasado no existe y menos cuando guarda sabor a fracaso. Es amargo sentirse el perdedor de una contienda, sobre todo cuando ésta guarda relación con algo tan imprescindible en nuestra cultura falocéntrica: la virilidad. Eduardo y su figura de macho bravío habían caído, literalmente, ante los encantos de la seductora piel de Milagros, que había resultado todo lo contrario a su nombre. El destino a veces puede ser cruel y paradójico.

      Ella, una dama de la noche, y él un jeque de ciudad. Porque ante el culto a la nocturnidad las corbatas más elegantes se deslizan como guantes de seda. Somos seres de la noche. Un enérgico compendio de oscuridades y sombras que se mezclan, y se adhieren a la piel de quienes se embarcan en los deliciosos peligros de pertenecerle al éxtasis y al placer de lo prohibido.

          Quizás su mayor error fue toparse con la mujer equivocada. La madrugada se hizo eterna entre la peligrosa amalgama de licor, polvos y deseo. Él la miraba con una inmoralidad turbia de pasión fogoza que nada tenía que ver con su perfil de empresario respetable. La cultura y sus años en la Princeton University se perdían a mil años luz ante la figura de buena hembra de senos firmes, sabrosos y bronceados de Milagros. Ella por su parte se olvidaba del pudor y sus caderas se movían al ritmo de una danza perversa y macabra capaz de engatusar hasta al sacerdote más fiel. “La mujer es el demonio”, dice el refrán popular.

            Era difícil no perder la cabeza ante aquel mujerón. Por lo tanto era comprensible que Eduardo perdiera la cordura, aún estando consciente de que mañana sería su matrimonio. Arreglado, claro está, como todo en su vida. Su compromiso con Isabella era todo un anhelo. Refinada, educada en los mejores colegios de la ciudad, de tez blanca y perfecta. Cursa el séptimo semestre de Estudios Políticos en la UCV, es una oradora impecable, no hay quien le gane en un debate. La muchacha escribe unos artículos de opinión arrechísimos, pero tiene dos secretos. El primero tiene que ver con su padre. El segundo con Antonio Arismendi, su profesor de cátedra, un cronista brillante oriundo de Mérida, que tiene un verbo implacable y, según ella, “escribe cómo los dioses”. Aunque todos saben que esa carrera es un “mientras tanto”, porque cuando se case con Eduardo la tendrá que abandonar. Él no va a permitir que la mujer que lo debe representar ande por allí en jeans y guayaberas gritando consignas en nombre de los menos favorecidos. ¿Qué vaina era esa del feminismo? ¿Qué carajos era ese interés de luchar por los derechos humanos? ¿Matrimonio igualitario para las minorías sexuales? “¡No me vengas con pajas, chica. Marico no es gente!”, solía decirle él cuando tenía unos whiskycitos encima. Y ella se molestaba, porque tenía un carácter que Dios se lo bendiga, y lo dejaba solo. Ya estaba cansada de explicarle, con los mejores argumentos, su compromiso de lucha social. Entonces él compraba un camión de rosas, y se aparecía en la universidad vistiendo una franelita con un árbol que decía: “Salvemos al mundo”, y ella se iba con él tan sólo por evitar que la siguiera avergonzando.

_______


            —Chamita, ¿entonces te casas mañana?

            —Sí, profe.

        —Coño... Y me disculpas el francés, pero ese tipo que escogiste es un pendejo, muchacha... Tú te mereces...

            —No, profesor, no me diga lo que merezco porque usted sabe que...


            Isabella sabía que a su brillante y admirado profesor le pesaba demasiado la brecha de veinte años que los separaba. “Veinte años no son nada”, dice un tango. Lo que comenzó cómo la más inocente de las admiraciones académicas se había transformado en un sentimiento distinto. Y él, hombre al fin, lo tenía claro. Su experiencia y la mirada vibrante de ella confirmaban el diagnóstico. Para él aquello no era nuevo, todo lo contrario. Sin embargo, con Isabella le pasaba otra cosa, no conseguía serle indiferente, le correspondía en la presencia del sentimiento. Pero se frenaba, porque era un tipo correcto, porque ella era su alumna, porque la edad se imponía, porque en casa lo esperaba una compañera de años, y ella tenía un novio, un completo imbécil, pero era su novio. Y Antonio era demasiado ético cómo para correr el riesgo, cómo para perder la cabeza, cómo para echarse esa vaina encima. Por eso, su romance intelectual no pasaba de eso. Aunque una vez, estando en su oficina, en el departamento de la Escuela, ella lo besó. Fue un beso dulce, casto e inocentón que les quemó la boca. Bendito sea el roce de aquellos labios rosados y sensibles sobre los suyos tan ávidos de ella. Entonces la envolvió en un abrazo, y sus labios se volvieron a juntar. Y se besaron sin pudor, con la torpeza de unos quinceañeros. Se besaron con la rabia de sus años y el tiempo se detuvo. Pero de allí no pasó, y juraron que nada había ocurrido.

             —Antonio, a mí no me importa si esto no es correcto. ¿Sabes que es correcto? Que yo te adoro...

                —Chamita, yo te quiero -interrumpió él. Pero esto no puede ser, perdóname.

             Aquello bastó para que ella no lo olvidara. El placer de la sabiduría en sus labios sedientos permanecía como un tatuaje. Nada que ver con los besos fríos y mojigatos de Eduardo, su novio.


________


             —Eduardo...Tengo algo que decirte -susurró Milagros en plena faena amorosa. 

             —Dime, mamacita murmuraba él, mientras la embestía una y otra vez.

           Sus pieles sudorosas de pasión; con aroma a sexo salvaje se rozaban ferozmente. Él ardía, mientras ella estallaba por dentro...


            Sin embargo, aquella confesión hizo las veces de un eficaz coito interruptus. El tono mordaz y cínico, la manera perversa de mover la boca al pronunciar cada palabra. No, no hubo anestesia en aquella revelación que carecía del sentimentalismo que caracteriza a ese tipo de noticias. Él se puso pálido, la erección se desmoronó, y el miembro regresó a su estado pasivo. Se le secó la garganta, lo que le provocó tos. Los ojos se le irritaron y enrojecieron. Estuvo a punto de llorar. O quizás fue la mezcla del escocés con las otras sustancias lo que generó tal reacción. No tuvo tiempo de pensar demasiado. Cayó derribado sobre los pechos de ella. El repique del celular lo sacó de su estado de trance.

           —¡Aló! dijo Eduardo, todavía aturdido.

          —Eduardo, yo no te amo -indicó una voz aplomada del otro lado del teléfono.

           —Pero a tu padre y a su empresa sí -aseveró él.

          Colgó la llamada y desterró de su mente el ataque de sinceridad de su futura esposa. A cómo diera lugar esa boda, su boda, se llevaría a cabo. El acuerdo se realizó hace un año, cuando ella cumplió sus veinte primaveras y su actual suegro le solicitó un préstamo para su empresa quebrada.


  —Tienes que abortar -dijo con un tono inexpresivo, recuperando la conciencia, mientras dirijía una mirada implacable hacia Milagros.

        —No voy a hacer esa vaina... No de nuevo, chico.

        —¡Maldita, puta! Claro que lo harás.

        —¡Pero no podemos matar a nuestro hijo!

       —No me vengas con lecciones de moralidad. Además, seguro esa barriga no es mía -gritó Eduardo, mientras se bajaba de la cama y se ponía el pantalón.

         — No te puedes casar, Eduardo, estoy embarazada de ti - aseveró Milagros.

     —Si tú mujer se entera te botará. Es más, si te empeñas en casarte, mañana me aparezco en la iglesia y suelto la bomba -decía ella, mientras se acariciaba el vientre sudado y desnudo, que hace menos de veinte minutos él besaba, mordía y lamía sin decoro.

        —¿Me estás amenazando, zorra? -interrogó Eduardo, con los ojos ardientes, mientras le sostenía con fuerza la muñeca.

          —¡Ay!, me estás haciendo daño, animal -gimió ella. No importa lo que digas, mañana todos sabrán que la futura madre de tu hijo soy yo.


                A Eduardo se le puso turbia la mirada. La sujetó, una vez más, de la muñeca. Y le atisbó un puñetazo certero al rostro.

           —!No, por favor, Eduardo, no! -suplicaba Milagros, mientras él sostenía con la otra mano una almohada.

              —Ahhhhhhhhh

            Fue lo último que se escuchó la suite 429, de aquel hotel ubicado en una calle de Chacaíto.

__________



           —¿Y cómo estuvo la despedida de soltero? -preguntó el sonriente padrino de dientes blaquísimos.

               —No hubo, bro -respondió Eduardo

               —¿Y esa cara de trasnocho, picarón?

               —La que debe tener todo el que va al matadero, quiero decir, al altar.

               —Marico, pero yo te mandé a la de siempre...

                —¡Te dije que no hubo despedida, carajo! -gritó Eduardo con violencia.


                La flamante novia de tez blanca y cara de llovizna, no tardó en llegar del brazo de su padre. Y se cumplió, cómo si se tratara de un guión bien ensayado, todo el protocolo de la boda. Hasta que, estando los novios frente al altar, el cura les formuló la pregunta definitiva:


            Mientras tanto, sentado en la ultima fila de la iglesia, uno de los invitados, el profesor Arismendi, lee con disgusto la primera página de La Voz: “Hallan sin vida a mujer en un hotel de Caracas”. La causa de la muerte fue asfixia, y las autoridades manejan la hipótesis de un crimen pasional. Mientras lee la noticia recuerda sus famosas crónicas policiales y carcelarias, y sonríe a medias. Luego recuerda para qué está allí y la expresión de disgusto regresa. Está a punto de olvidar su ateísmo y ofrecerle una velita al Santo que sea para que su chamita no se case.

               —¡Acepto! responde el acelerado novio, con los ojos rojos.

          Es el turno de Isabella, todas las miradas están puestas sobre ella. Su boca se mueve, gesticula, está a punto de emitir la esperada respuesta. Sin embargo, el sonido de una sirena de policía, que proviene de la parte de afuera de la iglesia, no permite que su voz sea escuchada.



Elvianys Andrea Díaz 





La bicicleta


La bicicleta
es un vehículo movido por el deseo,
cuyo motor son los sueños.
ELOY TIZÓN
A Ana Julia


      Los nervios, los nervios. ¡Ay! Los benditos nervios que produce toda primera vez. El corazón se acelera, en el estómago bailan mariposas. Una rara, pero seductora, sensación de vértigo se apodera de todo el cuerpo. Sin embargo, esos nervios podían resultar gratificantes y esa era una sensación que Salvador conocía muy bien.

       Recuerda, con especial ilusión, aquella primera vez en la que sus pies se elevaron del suelo. Se sintió completa y absolutamente libre. Pero qué niño de cinco años no se siente el ser más libre del mundo. Salvador creció siendo libre, con los ojos abiertos, y también con los ojos cerrados. Se hizo escritor y con el lenguaje superó las limitaciones que trae consigo la existencia misma. Se ocupó de crear nuevas realidades a través de magistrales descripciones cinematográficas y sutiles coqueteos con la ficción. Sin embargo, hubo algo que jamás pudo narrar en sus relatos. Es que todas las palabras le parecían superfluas ante aquella inexplicable e indescriptible sensación de libertad plena y absoluta de su niñez montado en aquel particular vehículo.

     Intentó describirla de muchas formas. De manera sistemática, indicando que su máquina de ensueño tenía dos ruedas, dispuestas en línea y diametralmente iguales; un par de pedales dispuestos uno del lado derecho y el otro del lado izquierdo, simétricamente alineados; un manubrio, para dirigir el velocípedo; un asiento sobre el cual reposará cuerpo del conductor; una cadena metálica que hará las veces motor y, por su puesto, una carrocería, en este caso un cuadro metálico, sobre la cual  irán engranados y dispuestos los elementos mencionados con anterioridad. Las había de distintos tamaños y colores; con características especiales para los distintos tipos de terrenos. El equilibrio era un elemento clave que se adquiría con la experiencia (después de algunas caídas), y el movimiento de los pies sobre los pedales debía ser constante para poder obtener velocidad.

         Sus intentos de plasmar en el papel aquella experiencia eran totalmente inútiles. La narrativa le estaba fallando. La verdad sea dicha, era él quien le fallaba a ella. Y en esas horas de desvelo entre el bloqueo y el papel en blanco, el escritor comenzaba a cuestionarse severamente la profesión que había escogido. Entonces cerraba los ojos, se aferraba a las sensaciones, y se transportaba a su infancia, y se volvía etéreo, recordando las horas en su bici.  Pero los prejuicios de la edad son como la realidad, siempre se imponen. Si bien los años le habían traído experiencias y nuevos conocimientos, la ciudad, las colas kilométricas, la rutina, el gobierno, las dificultades, la contaminación, los conflictos con las editoriales, la economía, la inflación, las noticias, la inseguridad, las responsabilidades, se habían instalado cómo obstáculos en aquella travesía que quería emprender. Qué difícil resultaba ser libre. Que utópica se volvía su preciada emancipación. En definitiva, ya no era el ser autodeterminado, aunque nervioso, que se subió aquella tarde de agosto a su primera bicicleta, naranja y pequeña, cómo él, con las ruedas que parecían un arcoíris. Su padre lo miraba entre orgulloso y preocupado. Pero la insistencia y la determinación del infante en no usar más las rueditas de apoyo, influyeron en la decisión del papá de permitirle a su chamo manejar el vehículo a su voluntad. Y así, asustado, pero emocionado, Salvador, puso a andar su bici en el Parque del Este. Con el  Ávila, imponente y majestuoso de fondo, mientras que la brisa fresca caraqueña acariciaba sus mejillas rosadas y rechonchas. Y mientras crecía  descubría que a la velocidad del pedal el parque, el Ávila y su ciudad podían verse más bonitos.

         Pero los años han pasado, porque el calendario siempre parece ir con prisas. Y ante su incapacidad de plasmar aquellos recuerdos, el escritor salió de su casa un domingo de mayo. Regresó al mismo parque de años atrás, que ahora tiene un nombre distinto, pero él sigue llamando igual, y sonrió con nostalgia al descubrir que no era el único que había envejecido. Con los mismos nervios de la infancia, porque tenía años sin manejar— y el corazón acelerado, pero con la mirada aplomada y la seguridad de que lo que bien se aprende jamás se olvida, puso un pie sobre cada pedal, comenzó a mover las piernas y le dio paso a la velocidad. Confirmó, una vez más, la preciada sensación de libertad. Era verdad, su ciudad, al pedal, era mucho más hermosa. Sin embargo, en esta ocasión, la felicidad duró poco. Su emancipación se vio interrumpida y frustrada por unos gritos.


                                                                       ___________


        El hombre cae al suelo y pega la frente contra el piso, tiene sesenta años, está sufriendo un paro cardiorespiratorio. Algunos deportistas que se encontraban en el parque, intentan practicarle los primeros auxilios, pero no cuentan con el equipo necesario y el hombre, inevitablemente, muere ante los ojos curiosos de los que allí se encontraban. Alguien llamó una ambulancia, pero ésta tardó treinta minutos en llegar y no contaban con el equipo de reanimación para  revivirlo. La fatalidad se imponía. Qué ciertos resultaban en aquel momento aquellos versos que rezan que "La muerte muy segura en su victoria, suele darnos una vida de ventaja". 

       Salvador estaba pálido y no salía de su estado de impresión."No hay ficción que supere a la realidad", pensó, mientras se hacía la señal de la cruz. Sin embargo, no hubo tiempo de regresar a la calma. Se escucharon gritos nuevamente, ésta vez venían del estacionamiento, unas chicas manifestaban que sus vehículos habían sido abiertos, y se habían robado sus artículos y ropa deportiva... 

                                                           ___________

        Salvador llega a casa consternado, abrumado. Se debate entre la realidad y el deseo, toma un libro de su biblioteca, marcado en la página 121, y lee en voz alta una frase de la escritora Gisela Kozak Rovero:

Libre es quien todo lo tiene
y a todo renuncia
y a todo vuelve.

       Él sabe perfectamente que sólo a través de la literatura puede regresar a su infancia libre, pero es consciente de que, cómo decía su admirado Cortázar, también es una de las muchas formas de participar en los procesos históricos de un país. Sabe perfectamente que mediante la narrativa puede relatar la "realidad". Entonces, con la convicción que lo caracteriza, encendió su computadora, abrió un documento en blanco y escribió en la primera línea:


Crónicas de una ciudad al pedal...






Elvianys Andrea Díaz







Pasiones fatales II


 

“Trilladas se me escuchan las palabras, es que a todos nos tocan algún día”
KANY GARCÍA





    Me di cuenta de que todo eso que dicen del matrimonio era verdad. La convivencia entre Eloísa y yo se mantenía en pie solo porque la fuerza de la costumbre la sostenía. Eso era todo: adaptarnos a vivir en la peligrosa comodidad que sugiere la monotonía. Aquella fuerza arrolladora que nos había impulsado a querer compartir nuestras vidas se había acabado, y era reemplazada ahora por una rutina que nos pesaba, como sabiamente expresa el refrán, más que un matrimonio ajuro. Siempre he pensado que la sabiduría popular suele ser cruel y acertada en la misma medida. No vayan a pensar que soy prepotente por asegurar que sé lo que mi esposa sientía exactamente. Lo que pasa es que estos veinte años no solamente han traído consigo celebraciones de aniversarios, reuniones familiares y dos hermosos hijos, sino un amplio conocimiento de nuestras personalidades por parte de ambos. Por eso, aunque haya tratado de ignorarlo, fue inevitable que notara en su mirada que ya no me amaba. Aunque fue más doloroso aún aceptar que yo le correspondía en la ausencia del sentimiento:

Fingir demencia es bueno en algunas ocasiones. Pero este no era el caso y lo aprendimos a los golpes. Tú también te hiciste la loca, Eloísa. Que Carla y Sebastián se hayan ido de vacaciones con tu hermana fue quizá el hecho más trascendental que nos ocurrió en los últimos meses. Nos sirvió para dejar de disimular. Ya no debíamos darnos un beso frío y sonreír por compromiso delante de ellos, ni yo tenía que guardar las formas llegando temprano a casa. Por eso fue que empecé a regresar del trabajo cuando ya dormías. Prefería salir de la oficina y caminar, sentarme en un banco o entrar en el bar que fuera y esperar a que las horas pasaran. Cualquier cosa era mejor que entrar a la casa y tener que mirar de frente el fracaso de nuestra relación. Lo que sea era preferible antes de tener que enfrentar la posibilidad de que algún día me pidieras que nos sinceraramos. Sí, los años me habían vuelto un poco cobarde.


Tu orgullo no te permitía reclamarme por mi actitud. Sé que prefieres estar muerta a permitir que alguien descubra que tiene la capacidad de lastimarte. Pero esa psicología yo la conozco. A diferencia de tus pacientes, yo sé cuáles son tus técnicas para analizar a la gente y para reaccionar ante las situaciones. Por eso entiendo porqué decidiste guiarte por tu instinto y aparecer esa tarde en mi oficina. Sospechabas algo. Sin embargo, la sorpresa te dejó helada, porque nunca imaginaste que me encontrarías en mitad de un beso con Miguel, mi asistente. ¿Sabes algo? Con él todo había vuelto a renacer. Al principio quise oponerme a lo que sentía, pero después lo acepté. Ya tú no estabas como hace dos décadas para salvarme, suponiendo que el amor que sentía por él pudiera considerarse maligno. Ya tú no estabas como en nuestra época de universitarios en la que aquel compañero nuestro llamado Germán me llegó a gustar tanto como tú. En ese tiempo las presiones familiares y mi debilidad emocional ante el qué dirán me hicieron pensar que aquello era inaceptable. Entonces me aferré a tu inteligencia y a tu belleza para ignorar aquella atracción en la que era correspondido. Ahora comprendo muy bien esa frase trillada que reza que los cuarenta años son los segundos veinte. La vida me estaba presentando de nuevo la oportunidad de querer y no la iba a desaprovechar, porque él me estaba salvando del suicidio del que había estado siendo víctima contigo al condenarme a dejar de sentir.

No te daré más detalles por respeto y consideración. Solo diré que él se volvió muy importante en mi vida. Me hizo conocer pasajes de mí mismo que no imaginaba que existían. Tú también lo hiciste en su momento, Eloísa, y creo que es oportuno recordarte que te amé muchísimo. Con Miguel descubrí facetas que me hacían sentir feliz y me atreví a hacer cosas en las que jamás había imaginado participar. Pero la que superó a todas fue la de aquella maldita noche en la que fui Kiara e interpretando “Qué bello” hice mi primer y único show. Fue algo inolvidable: las luces, la atmósfera del bar, los aplausos de la gente y la mirada iluminada de Miguel. Se notaba tan orgulloso. Sabía que lo deseaba a morir. Yo sé que, de haberme visto, te habrías avergonzado de mí. Menos mal que no fue así.

Sin embargo, la felicidad se me acabó al llegar a la casa. Vestía la ropa con la que había ido a trabajar, aunque todavía olía a las cremas que me había echado antes de salir a la tarima. Deseaba que estuvieras dormida para que no lo notaras. En algún momento me sentí mal al pensar en esto, así que pasé por el despacho antes de subir para tomarme un trago. Justo cuando me senté para beber el primer sorbo de whisky, vi mi arma en el escritorio y me alarmé. Ese no era su lugar. ¿Pero qué es esto? pensé. Así que tomé la magnum y corrí hacia el cuarto para cuestionarte, con prueba en mano, por tu error de haberla tomado sin permiso. Y se jodió todo. ¿Por qué, Eloísa, ah? ¿Por qué coño tuviste que hacerlo? ¿Por qué tenían que ser tan hijas de puta? La escena de mi madre y tú en nuestra cama destruyó nuestras vidas. Nuestra relación ya no servía, no existía. Y sí, me había metido a maricón, ¡pero jamás fui vil ni irrespeté el hogar que habíamos formado!

Nunca en la vida había sentido tanto odio, y lo peor fue que creyeron tener el control del momento. "Dios te bendiga, Manuelito”. Ja! Siempre mi madre dejándose traicionar por la soberbia. No contaban con el detalle del arma, hasta que las apunté y sus rostros alegres solo hacían muecas de pánico. Sus ojos solo reflejaban terror. Los míos se consumían de la rabia. Estuve a punto de jalar el maldito gatillo, pero al desviar la vista un segundo y ver los restos de escarcha que había en mi mano, se me cruzaron los cables. La vida me pareció absurda. No podía comprender cómo habíamos llegado hasta ahí. Pensé en mis hijos y en Miguel, que son pura luz. Me sentí inmoral para reclamar, aunque la arrechera me consumía, y dejando atrás al Manuel que había sido toda mi vida, me fui.

Aquel torbellino de sentimientos hicieron que me retirara sin decir palabra alguna. Había decidido alejarme de todos y empezar de cero. Volvería cuando hubiera podido haber pasado medianamente el trago amargo y estuviera listo para ver a mis hijos, porque a ellos no podría dejarlos nunca. Pero ya no era el mismo:la imagen de ustedes en la cama se volvió una pesadilla, un peso constante, un parásito que, alimentado por el resentimiento, creció dentro de mí. El odio que me había producido la traición de ustedes me encegueció. Seguro creíste que todo se quedaría así, que después de todo sí tenían el control. Pero no, Eloísa, resulta que toda mi vida había perseguido la justicia a través de la abogacía y ésta vez también tenía que conseguirla, así fuera con otros medios.

¿Por qué con mi madre, ah? ¿Por qué tenías que intentar quitármela y ponerla en esta situación? No es justo. No podía permitirlo. Así que la tuve que liberar para siempre y definitivamente. Ya no tendrá que traicionar a su hijo para enredarse contigo. Le quité ese peso de encima. Ya no suspirará de vez en cuando pensando en lo que hizo, porque, de hecho, ya no puede inhalar ni exhalar. Y tú eres la única culpable. Tendrás que aprender a vivir con eso.

Fue doloroso aceptar que yo le correspondía en la ausencia del sentimiento, del amor. Ahora seguro debe estar leyendo esto y pensará que soy un monstruo. ¿Y saben? Tiene razón, como casi siempre. Ella nunca dio su brazo a torcer y yo siempre cedí. Ahora que lo pienso, ese fue el motivo principal de la debacle matrimonial. Pero eso ya no importa. Yo siento la presión del cañón de la magnum en mi sien y contemplo la idea de presionar el gatillo. Una basura como yo no merece vivir. Aunque, realmente lo que no merezco es morir ahora. Sería huir, ser cobarde, tonto y tomar el camino más fácil. Lo correcto es quedarme para apreciar el fruto de mi venganza, pero también para cargar con esta cruz mientras respire, porque ella y yo viviremos para pagar por esto. Pienso de nuevo en Carlita y Sebastián y confirmo que lo mejor es permanecer aquí, en esta dimensión. Nunca los dejaría solos y Eloísa tampoco lo hará. De eso me aseguraré, porque a partir de hoy esta piltrafa humana en forma de indigente se convertirá en su sombra.


                                                                                         
                                                                                        Claudia Hernández

Pasiones Fatales I


Nosotros, los de entonces,
ya no somos los mismos.
PABLO NERUDA

 Dos lágrimas espesas recorrieron mi rostro mientras escuchaba Madrigal.

          


         Giré la perilla con destreza, lo quería sorprender. Sin embargo, una vez en su oficina, en el Bufete, mis ojos fueron testigos de una escena cinematográfica y sin censura que se reproduce una y otra vez en mi cabeza. Y, en definitiva, la sorprendida fui yo.

         El corazón se me desboca, me falta el aliento. Él voltea y nuestras miradas se cruzan. “No es posible, no es posible, no es posible”, me repito como un mantra.

           ¿Y ahora?
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         Ay, Manuel... Ahora sabes a whisky, tú que nunca has sido amante al licor. Te inscribiste en el gym, andas obsesionado con el temita de la juventud. Y prefiero no hablar del nuevo corte de cabello y de los pantalones “tubito”. Son cuarenta años, chico, ya no estás para esos trotes de quinceañero. Y la verdad, ya no me acaricias, siempre estás cansado. Ya no somos cómplices, ni en la cama. Y no, me rehúso a ser una esposa histérica. Ay, Manuel: Amarte era tan fácil, tú libre, libre yo.

     Cambiaste de perfume. El beso en los labios por un beso en la frente con sabor a ¿culpabilidad? Seguramente le miras con los ojos de amor que alguna vez me miraste a mí. Sabes que te conozco, pero que no soy capaz de vulnerar tu libertad, así como tú no lo eres de sostenerme la mirada. Siempre has tenido esa idea loca y convulsa de que soy capaz de leerte. Te equivocas, amor, no eres mi paciente, contigo el psicoanálisis no me funciona. Lo nuestro es pura fenomenología, una conexión a la que no he sido capaz de estudiar o buscarle explicación, porque el amor es así, no tiene explicación o razón, de lo contrario no sería amor, ¿no crees?

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              La memoria, en una fracción de segundos, se apoderó de la situación. Sin embargo, el presente se impuso:

          Sus brazos rodean tu cintura, no dices nada. No digo nada. Soy invisible. En esta escena no hay música de fondo. Creo que diré algo. Las palabras no me salen. Soy una estatua en la puerta de tu oficina, un narrador testigo. Una voyerista, quizás. Él te cubre la boca con su boca. Te besa con castidad, como para que sus labios se conozcan. En el segundo asalto no tiene contemplación, casi te deja sin aire. Lo sé por tu expresión de hombre agitado y ruborizado. Lo sé porque así reaccionabas ante mis besos. Creo que ahora tu lengua experta hace círculos dentro de esa boca. Esa boca es mía, pienso, los celos me consumen. Sus dientes te muerden, casi acaban con tu labio inferior. Tus manos juegan con su pelo alborotado, las suyas recorren tu anatomía, se deshace de tu saco, de tu corbata de seda, desabotona tu camisa, la misma que te planché antes de salir de casa. La intensidad de sus pasiones se hace evidente en la inmensidad de sus entrepiernas.

               No lo soporto más y un grito ahogado interrumpe aquel estrafalario coloquio pasional entre Manuel Javier Rovira, mi marido, y su joven asistente.

          ¡¡¡Manuel!!!  grito con desesperación, cómo si la mordaza que cubría mi boca y me mantenía en silencio, e inmóvil, hubiera desaparecido.

              ¡Eloísa!  exclamas asombrado, sudado, enrojecido. ¿Tú qué haces aquí? 
-agregas.


           Te estremeces, me estremezco. Te separas de tu amante, de tu juvenil y viril amante, que permanece callado. Aquí estoy yo, tu mujer. Parada, atónita, aún en la puerta de tu oficina. ¿No invitas a pasar a tu esposa?, pregunto con el poco humor que me queda. Soy cómo David Garrik, me siento como el cómico suicida del poema de Juan de Dios Peza. Suelto una carcajada, que es más bien un relámpago de tristeza, reflejo de la tempestad de mi alma. Entiendo bien aquella premisa de Reír llorando.

        Tienes la mirada perdida, la quijada te tiembla. Sí, a ti, al flamante y siempre ético abogado. Yo no permito que las lágrimas acaben de escapar y empiece a llover en mi semblante nublado. Tus ojos azules, se tornan añil. Me prohíbo hacerte una escena, “¡primero cabrona que ridícula!”, me digo. Salgo de la oficina caminando a grandes zancadas. 


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 Dos lágrimas espesas recorrieron mi rostro mientras escuchaba Madrigal, sentada en el despacho de nuestra casa, en compañía de una Black Label. Con la voz de Danny Rivera nos enamoramos, fue la primera canción que me dedicaste. Pero también fue la primera que escuché en la voz de ella, mi gran amiga de años atrás: Amanda. Y al ritmo de la balada, mis manos hacían girar tu pistola. Sí, la que guardas en la gaveta número dos, sobre el escritorio de madera. La idea de jugar a la ruleta rusa y presionar el  maldito gatillo me sedujo. Sin embargo, ¿una psicóloga suicida? Eso sería una incoherencia. Y si algo he sido en ésta vida, es una una mujer consecuente. Entonces dejé el arma, alcé la cabeza y la foto de ella, de Amanda, puso en orden mis ideas.  

         Amanda y su belleza otoñal complementaron, en una época de mi vida, a mi juventud ávida y febril de experiencias. Hoy, a mis cuarenta años, su número telefónico danza en mi cabeza cómo una canción.


           La insistencia de ella fue el detonante de asistir a ese bar. El mismo antro de colores que habíamos visitado tantas noches en los tiempos de la universidad. Me escuchó deprimida a través del teléfono y le conté que tenías un amante, me confesó que lo sospechaba. Juro que no le dí detalles. De eso te encargaste tú solito, mi siempre justo esposito. Después de todo, no es un secreto que ella te conoce mejor que yo. Siempre me lo advirtió, me dijo que lo pensara bien. Que tu sonrisa aniñada, y tus manos delicadas no guardaban relación con los ademanes de macho catalán de tu difunto padre. Además había un detallazo: yo había sido tu primera y única novia. Pero yo, cómo toda enamorada, sorda y ciega, no atendí a sus consejos, pensé que eran el reflejo de sus celos.

           Después del show en tu oficina, creí que lo había visto todo, Manuel. Pero no, aquello era sólo el inicio del circo fatal que se desencadenó en nuestras vidas.

            Llegamos al bar, en Las Mercedes, y nos sentamos en la barra. “Dos cubas libres, por favor”, solicitó Amanda, con su acento de caraqueña, al bartender que le guiñó el ojo.

         Ella estaba como siempre: atractiva. ¡Uff! Con esa mezcla de inspiración fatal que los años no le han marchitado.

          "Esta noche habrá un show que disfrutaras mucho, guapa”, sentenció. Se trataba de una imitadora de Kiara. Y, efectivamente, lo iba a disfrutar. La música comenzó a sonar, sonreí inevitablemente: conocía bien la canción.

          Un desborde de sensualidad impregnó el escenario. “¿Por qué me miras así, mientras me visto sin ti.. Recuerda bien este cuerpo?”. “Y yo que te deseo a morir”. Mientras la mano de Amanda se deslizaba por mi muslo. “Cómo en los viejos tiempos, Ísa”, me decía entre sonreída y culpable, ya chispada por el trago.

      Tacones de plataforma, piernas largas y gruesas, bien depiladas; un vestido corto y púrpura, ¿púrpura?, una boa de plumas roja; peluca negra de cabellos largos y ondulados; uñas largas; pestañas postizas; argollas inmensas; labios gruesos y rojos. Era todo maquillaje. Aquel atuendo era un culto a la exageración, una representación del estilo de vida Trans. Kiara se acercaba al público, y le cantaba, muy cerca, a un joven muchacho: “Que bello cuando me amas así”. La excitación estaba en el ambiente. 

        Pero lo reconocí, inevitablemente. Detrás de esa mascara de bases, polvos, sombras, rímel, rubor, pestañas postizas y vestido ajustado, estaba el hombre con el cual he dormido por más de veinte años. Al principio creí que me estaba volviendo loca, que alucinaba, como consecuencia de la luz de neón, el humo, y el licor. Pero no, la quijada caída de Amanda me confirmó que estaba en lo cierto. Eras como Dolores del Río, en Azul y no tan rosa. Y entonces una idea retorcida se cruzó en mi mente. Tenía claro como materializar mi venganza. Ella, por su parte, no supo decir que no. “Como en los viejos tiempos, Amanda”, le susurré al oído, mientras le mordía la oreja.

           ¡Maldita sea!  grité en voz alta, entre ebria y sorprendida.

           Y yo que te deseo a morir  cantabas.


________


           Llegaste a las 4 a.m, escuché cuando abriste la puerta. La sombra de tu figura se apreciaba a lo lejos. Debiste sentirte descubierto. Encendiste la luz de la habitación. Ella estaba profundamente dormida, descansaba tranquila, enredada en mis pechos. Divisé tu figura en la puerta.

          Es verdad, yo no esperaba que me engañaras con otro hombre, y mucho menos que tus reuniones nocturnas no fuesen sobre casos y leyes; del correcto abogado a ¿Kiara? ¿Era en serio? Era inevitable no odiarte, Manuel. Pero tú tampoco esperabas encontrar a tu mamá, Amanda Rovira, en nuestra habitación. “Dios te bendiga, Manuelito”, susurra mi avezada compañera entre dormida y despierta.






Elvianys Andrea Díaz 

De amantes a víctimas




Tú y yo estamos sentenciados
a glorificar viejas heridas
y a devolver a las aguas
nuestro cadáver diario.
RAFAEL CADENAS 



           No sabía por dónde comenzar a relatar nuestras cuitas. Existían variadas posibilidades, por ejemplo, cómo conocí a Héctor Colmenares.

           La verdad sea dicha, no hubo necesidad de hacer presentaciones, bastó una mirada de reconocimiento para que a cada uno no le quedara la menor duda de quién era el otro. El encuentro fue casual, o al menos eso creí yo. Aunque hoy, contando mi versión de los hechos, ya no me siento tan seguro. Ahora me pregunto ¿De habernos conocido en otro contexto, habríamos sido amigos? Nuestra rivalidad, más que una actitud de machos viriles, correspondió a los celos de dos románticos que, por infortunio casual, se fijaron en la misma dama. Ella, siempre ella, tan voraz y y encantadora. Toda una devoradora de hombres, cómo diría Gallegos.

                  Yo a mis veinticinco años era un muchacho inmaduro, Héctor. Los diez años que me llevabas no tardaron en hacerse notar. Tú, un avezado fotógrafo que la conocías como la palma de tu mano. Yo, un estudiante ocupado, persiguiendo la más grande de las utopías humanas: la libertad. Estudié con especial atención a los modernos y a los antiguos. Las consideraciones de Arendt y Constant. Los ideales de los grandes emancipadores de la historia. Yo era un muchacho etéreo, de mente abierta y ligera. Era como el viento, hasta que la conocí a ella, hasta que te conocí a ti y quedé atado a Cadenas, a su poesía. Porque una cosa no fue más que el resultado de la otra. Cuando leas estás líneas, si eso fuera posible, seguro sonreirías engreído, como siempre, y me mentarías la madre.

              Estar con ella, algunas veces era volar, otras era pisar tierra, otras tantas aprender y sobrevivir. Eso era justamente: una constante fuente de aprendizaje; una leona imponente y hermosa capaz de devorar y cazar a sus presas, a sus amantes. Y no me malinterpretes que lo mío no era simple admiración juvenil en comparación a tus sentimientos añejos, de macho realizado. ¿Cuantas noches como ésta no te imaginaste recorriendo sus curvas peligrosas, Héctor? Cuéntame, si la imaginaste poseída y poseedora, porque yo no sólo lo imaginé, también lo hice realidad. Sabes que no soy un tipo que se conforma con las ficciones, aunque eso implique desafiar a la perfectible realidad que siempre se impone y dejar los miedos, tan propios de nuestra condición humanada, en un segundo plato.

           Un amigo común me dijo que era absurdo, que era perdida de tiempo escribirte estás líneas. Posiblemente tenga razón, pero soy terco. Sentí estas líneas como una respuesta al pacto de caballeros que hace tiempo hicimos, ese pacto tácito de miradas. Ya todo estaba dicho, la oralidad no fue necesaria. Nuestro lenguaje, siempre implícito, emitía y decodificaba los mensajes de manera eficiente.

           Ojalá hubiésemos estado en el siglo XIX para ponerle fin a este asunto en un duelo entre caballeros. Un duelo de espadas, elegante, sutil, donde el más habilidoso le hubiera dado la estocada final. Una estocada digna al perdedor, ante la presencia de la dama en cuestión. Hubiera sido sublime atravesar tu pecho velludo y moreno con el fino filo de mi espada, para luego secar las lagrimas de nuestra amada que, por benevolencia, lloraría ríos por ti. O quizás todo lo contrario, ser yo quién exhalara el último de mis suspiros ante su mirada complaciente y penetrante, mientras tú te hacías ganador con mi perecer. Pero no fue así, Héctor, nada fue así. Este nuevo siglo se nos impuso, la posmodernidad nos arrojó a senderos más oscuros y menos elegantes, menos parecidos a nuestros sentires. Es un hecho, los triángulos amorosos nunca tienen finales felices. 

          Sin embargo, por respeto o por capricho, he decidido redactar las crónicas de aquél día. Cuando leí la noticia, en La Voz, una frase del escritor venezolano Héctor Torres vino a mi mente: “Caracas muerde”.

___


           Intentaré contar, en la medida de lo posible, los acontecimientos de aquel día. Procuraré ser veraz, preciso y no superfluo. Y será a través de la crónica, el género que escogí para narrar nuestras cuitas, empleando los testimonios de testigos y la investigación que realicé, que intentaré reconstruir el episodio de aquél martes desafortunado. Quiero comprobar la trascendencia de aquellos hechos, hacerle un homenaje a la memoria, vencer al olvido. Convertir en ficción la más funesta de mis realidades, con el propósito utópico de que así sea más digerible.

             Martes 20 de mayo. Me habías citado con una semana de anticipación a los pasillos de la Escuela de Psicología de la UCV. Al parecer harían un encuentro de poesía, se reunirían algunos egresados. Porque además de fotógrafo, eras un hombre de letras y humanidades. Pero yo sabía lo que querías: competir. Aunque siempre dijiste que por semejante dama no podía existir competencia alguna, no era un medalla, había que halagarla. Porque, la verdad sea dicha, aquel no era un amor tangible. Pero te hice caso, ¿sabes? Acepté el reto. Preparé mis mejores versos para ti y para ella. Versos que nunca leí...

        El encuentro estaba pautado para las tres de la tarde . Yo me encontraba en Lugar Común, en Altamira, como aquella tarde de abril  en la  que nos conocimos. Eran aproximadamente las dos cuando decidí tomar el metro. El sistema de transporte es impredecible, así que quise prevenir y llegar temprano. Recuerdo que la tarde estaba hermosa, soleada, nuestra mujer nos sonreía, el Obelisco se veía imponente, la fuente estaba encendida; los rayos de sol se hacían uno solo con las gotas de agua de la fuente: nacía un arcoiris. Pensé en ti, seguro hubieras tomado una foto prodigiosa.

        Tuve que esperar cinco minutos, casi eternos, hasta que el tren se aproximó y abordé. Entré con premura, me cogí fuerte de un tubo, porque los puestos estaban llenos. Miré a los lados, y saqué mi IPod. El aleatorio siempre parece una estocada. Viniloversus puso en mute la bulla de los usuarios del vagón.

          Mientras tanto tú, tomabas una camionetica en Capitolio, a decir verdad, nunca te había gustado el Metro. Te subiste, algunos puestos estaban vacíos, escogiste la ventana, como siempre. Te calzaste los audífonos de tu reproductor y dejaste que Alí Primera hiciera lo propio. La camionetica, en la que se podía leer: “La Patria es el hombre, muchacho”, arrancó. Sin embargo, el curso fue interrumpido por un grito de alto. Un muchacho venía corriendo, como alma que lleva el diablo, sudando a chorros, apresurado, con un sobre en las manos. El chofer, un señor canoso, extrañamente tuvo compasión. “Bueno, carajito, termínate de subir es qué”, le gritó. El muchacho, que no pasaba de los veinte años: alto, blanco y delgado, pálido y bañado en sudor; cara de “piedrero”, se sentó a tu lado, Héctor. Pero, tú venías muy ocupado analizando los versos del trovador, con la cabeza recostada del vidrio y los ojos cerrados, demasiado concentrado como para detenerte a mirar a quién tenías al lado. Entonces, el buen chofer se para en un semáforo, en Teatros, justo frente a la estación del Metro. De nuevo se repite el procedimiento: la camioneta está cerca de arrancar, y le gritan voz de alto. En esta ocasión no es uno, son dos los jóvenes. Al chofer no le da buena espina, pero se detiene. Tú ni te enteras.

        Yo estoy llegando a Chacaíto y, de pronto, me detengo a pensar en la fatalidad de nuestros sentimientos, pero en seguida desecho esas ideas de mi mente. Dejo la música correr. Entre Sabana Grande y Plaza Venezuela, Rawayana se impone, la voz de Beto Montenegro relata una premisa de nuestra realidad: “Si no llevas la pistola, parece que no estuvieras a la moda”.

          Mientras que a ti Soledad Bravo te dice al oído: “La vida es una y no hay regreso”. Estás poseído, inspirado, elevado, etéreo, eres uno con la música. Pero afuera, la melodía es la del corneteo de carros, el olor a gasolina, sangre, pólvora y humo. Se produce una película, pero no es ficción, tú ni te enteras, no todavía. Soledad insiste: “No quiero que lo olvides: la vida es una y no hay regreso”.

          Mira, ahí está ese cabrón y tiene el paquete  comenta el nuevo pasajero a su compañero, mientras señala al flaco al lado de Héctor.

                  ¿Y qué esperaras para quebrarlo?  responde el otro, haciendo señas a la abultada cintura de su compañero.

                 ¿Aquí, marico? ¡Hay demasiada gente!  dice con voz temblorosa.

               A esa bruja hay que quemarla, guevón. Y si te echas pa´ tras, te reviento a ti también.  

               Al llegar a Plaza Venezuela, abriste los ojos, Héctor, compruebas que no estás solo, el viaje no es una antología musical. Notas los movimientos raros, al  acompañante que te impuso la casualidad. Las miradas enrojecidas, consecuencia de algún pase de perico, que los observan desde la puerta de la camionetica. Los sujetos se hacen señas, uno se ubica en la puerta de adelante, el otro en la puerta de atrás. El perseguido no parece tener escapatoria. El tiempo se paraliza, justo cuando pones tu reproductor en pause. ¡PUM! La primera bala es abrumadora. Todo es confuso, la gente grita. PUM, PUM, PUM, PUM, PUM. El chofer se detiene. Se abren las puertas de atrás y de adelante. Los atacantes se lanzan de la camioneta. El perseguido, con una pierna herida, se baja por la puerta trasera, el concierto de balas continua sonando. El chofer, más amarillo que Pikachú, acelera, besa el escapulario que guinda del retrovisor. Arranca, piensa que ese es el pan de cada día de ésta ciudad, que lo que acaba de pasar es cotidiano, se acostumbra a vivir de la mano con la fatalidad. Aquí la delincuencia impone sus formas y su justicia. Agradece seguir con vida y, afortunadamente, no haber sido robado. “Hoy me salvé”, piensa. Recuerda a sus colegas y sus historias de asaltos y secuestros. Sin embargo, no todo ha salido bien, un olor a sangre impregna la unidad: la ley del hierro alcanzó a un inocente.

               Salí de la estación de Zona Rental, y me recibió el rostro lúgubre y decaído de nuestra amada, resulté empapado, fui víctima de la tormenta de su dolor. Ella te lloraba un diluvio y yo no alcanzaba a entender por qué. De camino al puente de Plaza Venezuela, fui testigo de una escena horrorosa. Parecía salida de una novela negra, había patrullas y curiosos alrededor, en el piso yacía un cuerpo, cubierto por una manta blanca. A decir verdad, ya no era blanca, estaba teñida de sangre, barro y agua de lluvia. Aceleré al paso. Llegué a nuestra Alma Máter. Y allí te esperé en el pasillo de Psicología. Nunca llegaste, Héctor. Sin embargo, un muchacho que aporreaba una guitarra e interpretaba una canción de Soledad Bravo, me reveló el peor de los presentimientos: “La vida es una y no hay regreso”.

           Cuando leí la noticia al día siguiente, en La Voz, una frase del escritor Héctor Torres vino a mi mente: “Caracas muerde”. Nuestra rivalidad, impregnada de arte desde el principio, había terminado. No lo podía creer. Me llené de sentimientos horribles. Me sentí devastado. No podía ser qué un hombre de tu valor, ahora fuese un número más, una estadística para el índice de mortalidad. Un ciudadano menos. Un cuerpo más en Bello Monte. Y la maldije, Héctor, a nuestra querida, la maldije. Porque mientras tú eras impactado por tres balas, que no te pertenecían en aquella unidad, ella no hacía más que mojarme con su lluvia de dolor. El presente desaparecía ante nuestros ojos, el futuro era una bruma borrosa.

            Dejar de ser sus amantes para ser sus víctimas, en eso nos transformó nuestra amada. Sí, nuestra amada ciudad. Ya no me enamoro, Héctor. Ahora solo tengo amantes de paso, me resisto a querer a otra ciudad que no sea Caracas. Caracas, nuestra eterna Caracas.

           Soy un forastero triste, un exiliado, desterrado de mi propia tierra y cómo duele. A veces Madrid, a veces Buenos Aires o Lóndres. Hermosas todas, es verdad, pero ninguna como ella. Soy prófugo de la memoria, los años han pasado, y yo me sigo enfrentando al olvido. Es curioso, ¿sabes? Solo el olvido sostiene, o al menos eso dice la escritora Gisela Kozak Rovero.



                                                                                                               Elvianys Andrea Díaz 








Inocentes


A la maestra de las letras y señora de la literatura


Me quedé parada unos segundos en la acera y,  después de evaluar la situación, decidí. Tenía ropa deportiva porque había salido a comprar una tarjeta telefónica en la panadería, las máquinas que quería usar estaban libres y además había varias personas en el lugar, a pesar de que había oscurecido. Se daban, pues, las condiciones para que pudiera ejercitarme un rato.

Estiré el cuerpo y me dispuse a mover las piernas en la bicicleta. Quería relajarme, despejar la mente y olvidar las responsabilidades por un momento. Sin embargo, me fue difícil hacerlo de inmediato: mis músculos se relajaban con los movimientos, pero mi cerebro seguía haciendo un inventario de las cosas que debía hacer. El bendito trabajo de economía no salía de mi cabeza. Me quejé mentalmente de mis responsabilidades académicas y concluí que eran demasiadas, lo cual hizo que acelerara el paso en la máquina. En ese instante vi a una chica que venía montando a duras penas una patineta: perdía el equilibrio, se tambaleaba, y casi se cae. Pero esto en vez de molestarle, le causaba gracia. Escuché sus carcajadas ruidosas y sinceras. Esto último fue quizás lo que hizo que sonriera a medias. A su lado venían dos muchachos: uno corriendo, otro caminando, ambos riendo.

Dejé de prestarle atención al asunto y fijé la vista en el bombillo del poste que tenía en frente, y al fin pude abstraerme de todo por un momento. Me quedé con la mente en blanco, sin pensar en nada, el cuerpo se movía por inercia. No sabía dónde estaba, hasta que un “¿Siempre vienes para acá?” me regresó a la realidad. “A veces bajo”, respondí y le sonreí a la niña. Viéndola de cerca, me di cuenta de que era menor de lo que pensé.  Al parecer, había decidido dejar de sufrir en la patineta e intentar hacer algo en la otra bicicleta estática que estaba a mi lado.

              ¿Y esta máquina para qué sirve?

            Hice un leve gesto de extrañeza ante la pregunta y sonriendo le contesté:

             Para tonificar los músculos de las piernas.

                Se sorprendió  y luego se dirigió a los muchachos que la acompañaban:

              ¿Vieron? Ella sí sabe de estás cosas.

              El comentario me causó gracia y curiosidad. Me pareció raro que mi respuesta la haya impresionado y pude advertir así su cierto grado de inocencia ante la vida. Será que le pareció interesante lo de la tonificación, me dije. Para mí es poco común conseguir en las calles de esta ciudad a  personas así: que reparen en un pequeño detalle.  Bueno, es una niña.  Los infantes siempre ven las cosas de otro modo, concluí. Y no sé si fue eso u otro factor lo que le llamo la atención, pero lo cierto es que quiso seguir conversando conmigo.
           
             ¿Y cuántos años tienes?- interrogó.

             Tengo 22 ¿y tú?

              Abrió la boca y los ojos considerablemente y sin cerrar estos últimos, afirmó:

             ¿En serio? No parece. Aparentas como 18.

             Ja ja ja, qué bueno  respondí.

             Yo tengo 16.

               Esta vez la sorprendida fui yo. De verdad no parecía tener esa edad. Le calculaba 13 o 14 años como máximo. Se lo hice saber y me sonrió.

            ¿Y qué haces, estudias, trabajas? –prosiguió con las preguntas.

            Estudio en la universidad.

       Guao ¡más fino! Eso debe ser chévere –dijo, mientras miraba al cielo, como imaginándose ser parte del alma máter.

Una gota hizo que bajara el rostro y al yo subir el mío, pude ver la cantidad de nubes que presagiaban el chaparrón. Sin embargo, seguí en la máquina. No me importaba mojarme. Ella también se quedó y de vez en cuando noté que me miraba, como quien ve detenidamente a su artista favorito sonriendo desde alguna valla publicitaria en la calle. El agua comenzó a caer y, por primera vez, me fijé con detalle en los chicos que acompañaban a la niña. Uno tenía aproximadamente la edad de ella y montaba la patineta con destreza. Al otro  no pude verlo muy bien, porque estaba lejos y la oscuridad lo cubría. Sin embargo, noté que era más grande. Llevaba un bulto colgado hacia adelante, al cual abrazaba como si cuidara algo, y estaba sentado en un muro.

           La lluvia hizo que las personas que quedaban se fueran del lugar y que los chicos corrieran a refugiarse en una especie de toldo que había en la esquina. Pero en ella provocó todo lo contrario. Se bajo de la máquina, se paró en la grama, miró hacia arriba, dejó que las gotas cayeran en su rostro y comenzó a dar vueltas, acompañadas de pequeños brincos. Me miró riendo y acepté la invitación. Llegué a donde estaba y abriendo los brazos,  dejé que el agua tocara mi cuerpo. La lluvia arreció junto con los ánimos. Comencé a jugar, a dar vueltas en puntillas en una especie de ballet mal ejecutado y un “¡Uhhh!” salió desde lo más profundo de mis entrañas, como si con aquel grito me liberara de alguna atadura. Ella también disfrutaba bailando un estilo de danza parecido al mío, al tiempo que hundía los pies en los pozos de barro que comenzaban a formarse. Yo había olvidado todo, hasta que en ese momento recordé mis tareas y mis deberes, pero ya no me pesaban. La vi reír con ganas y pensé que qué bien era ser así: libre, inocente y sin preocupaciones. Me sentí bien por haber disfrutado de mi niñez.

Nos mojamos hasta que escampó y, cuando ya no vimos caer más gotas, comenzamos a caminar hacia el toldo. “¡Qué fino estuvo!, comentó ella, mientras exprimía su cabello. “Súper”, respondí, entretanto hacia lo propio con mi camisa. Debajo del techo, los muchachos esperaban y se burlaban al vernos mojadas. Nos miraban y movían la cabeza de una lado a otro en un gesto de negación que lo que deseaba comunicar más bien era algo como “Qué horror” o “Están locas” o  las dos cosas.

Nos terminamos de acercar y el chico del bulto se levantó para cederme el puesto, permitiéndome ver qué era aquello que cargaba con tanto cuidado. Observé fijamente y sentí como  un aire frío, que no tenía nada que ver con el hecho de que estuviera mojada de pies a cabeza, me recorrió el cuerpo y el pensamiento. Ella pareció advertir mi sorpresa. “Vine a hacer ejercicio, porque después de que tuve a mi hija siento que quedé muy gorda”, dijo, mientras me veía con la misma expresión de idolatría de las veces anteriores. No respondí nada, sino que dirigí mi vista a aquel marsupio artificial de donde sobresalían un par de ojos de mirada verdaderamente inocente, tan inocente como me sentí en ese instante, que me miraban fijamente.
                                                                                             

                                                                                               Claudia Hernández





Todo se transforma



                                                                         A  los de siempre

 El Chino

Ya estaba todo listo, cuadrado. Cuando hay cash todo es más fácil, porque le das algo a la gente, te hacen las vueltas y ya. Qué ladilla estar organizando detalles. Aunque de lo que sí me encargué fue del sonido. Eso tenía que escucharse al pelo y retumbar en todas partes. Con los vecinos ya había hablado para que no se la pusieran. Si querían, podían llegarse o si no, taparse la cabeza con la almohada. La curda estaba en su lugar también. El escocés para la gente especial que invité y los demás que se conformaran con gasolina de avión. Le di al dj una lista de temas infaltables que tenía que colocar en toda la noche y dejé que fluyera. Esa noche tenía que prometer, porque para la envidia de muchos tengo un año más sobreviviendo en esta vida de locura, de brujas y reales, de buenas y malas. Porque hoy cumple años un rey.

Enrique

No sé por qué quería hacerlo. Desde que me levanté llevaba dándole vueltas a ese beta en la cabeza. ¿Con quién? ¿A qué hora? Y todas esas cosas que uno siempre piensa. A pesar de que uno tiene experiencia, hay que maquinar todo para no caerse. Si la ocasión se prestaba, inventaba. La siesta me había hecho bien. Me levanté con energía para ir contra el mundo, sin creer en nadie. Y siendo hoy viernes ¡menos! Los desgraciados éstos me empezaron a tocar la puerta más temprano de lo normal y tuve que salir antes de lo que tenía pensado. No sé si ellos durmieron en la tarde, pero estaban alborotados. Franelita Under Armour, el Levisito  y las Jordan. Qué mas, pues. Hoy corono de todo.
   
            Al Chino le está yendo bien en las vueltas. Me ofreció un trago de 12 años cuando llegué. Sé que lo hizo porque ya puede ofrecer en sus rumbas algo más caché que el anis y porque me respeta. Aunque nunca me quejé de lo que daba en sus rumbas, porque para mí el Cartujo, con lo que venga, siempre será  una bebida de lujo. La vaina está bien: los panas, la curda, el baúl a morir que sale de las cornetas. No sé todavía qué regalarle al convive por su cumpleaños. Ya veré qué le doy…

La casa estaba a reventar, vino un poco de gente que andaba perdida. Es que ese Chino del coño es muy querido. Salí un rato a agarrar aire y a achantarme a hablar con los convives, cuando de repente sentí su mano tapando mis ojos y viajé al pasado: amanecidas hablando paja, soñando, planificando, jugando play, tomando. Tardes jugando al escondite, fusilado, stop, la ere… Había pasado el tiempo, pero era la misma mano, delicada, de largos dedos. La misma que siempre me impedía la visión hace años. Así que me liberé como solía hacerlo, diciendo la contraseña: su nombre. Carolina, susurré, mientras me reía. Estaba bella, como siempre, igualita. Jamás pensé que la vería por esos lados. Desde que se fue hablábamos poco. Pero su aprecio al Chino la hizo llegarse. Me abrazó como si no hubiera pasado el tiempo y me quitó el trago de la mano. Sus ojos brillaron al probar el whisky, me volvió a abrazar y se sentó al lado mío a conversar. Era ella, cambiada pero original, sencilla, alegre, amiga… Volví a contemplar la idea.


Isabel
  
             Salí de la estación de Metro, como cada noche, y comencé a caminar hacia la calle por donde se sube a mi casa. Estaba cansada. Avanzaba por inercia, mientras pensaba que esta rutina me estaba matando. El trabajo y la universidad, la falta de tiempo para distraerme, dedicarme a mí, tener vida social. Pero, bueno, hay que sacrificarse, después vendrá la recompensa. Me consolaba. Pensaba, además, que allá arriba tenía gente por quien luchar y que ellos lo valían todo. Pero qué dura es la vida del pobre, pana, definitivamente…

Cuando llegué a la parada,  salí de mi mundo mental, volví a la realidad y le menté la madre efusivamente al cielo. ¿Cómo es posible que no hubiera Jeeps? ¡Y que estaban de huelga porque mataron a uno de los conductores! Sí, entiendo, es un hecho sumamente lamentable, pero ¿qué culpa tenemos los pendejos? Porque los que nos fregamos con esto somos quienes tenemos que subir y bajar el cerro todos los días. Pero nada, respiré profundo y empecé a subir gastando lo último que le quedaba de energía a mi cuerpo.
  
             Al menos había gente en la calle, porque era viernes y eso en este barrio es equivalente al pre apocalipsis. La gente pierde la razón. Subía con pasos rápidos y cantaba mentalmente las distintas canciones que sonaban a todo volumen en las casas que iba dejando atrás. “No importa si el mundo me llama careta…”. “La mano arriba, cintura sola…”. “Ella quiere cualto, ella quiere cualto…”. Pasé la primera curva, tomé impulso y casi trotando, emprendí la subida o, más bien, la escalada de la calle siguiente. Es la más empinada de este barrio, me atrevo a decir, pero no hay de otra. Hay que subir. Al terminarla me detuve, respiré hondo y tomé fuerzas para continuar el camino. Faltaba poco pero había que escalar otra pendiente, menos empinada que la anterior, pero heavy de igual forma. Fue cuando volteé y decidí. Preferí irme por las escaleras y recortar camino. Ascendí con ánimo los escalones, saludé a algunos conocidos y terminé esa etapa del recorrido. Pensé en descansar un momento, pero al ver que el callejón estaba solo, caminé rápido y sin parar. No paraba, aceleré el paso y, cuando me di cuenta de que venía, corrí. Pero delante de mí salió otra sombra, que al acercarse se dejó percibir de carne y hueso. Con fuerza me empujó hacia la pared.

Carolina
  
             Acepté la invitación del chinito porque es de esos panas que son para toda la vida. Tenía tiempo sin andar por esas zonas. Desde que me fui, no frecuentaba por esos lugares y había perdido contacto con la gente. El día fue rutinario, hice varias diligencias que tenía pendiente y regresé a mi casa para recargar las pilas. Había pasado el tiempo, pero estaba segura también de que en esa fiesta iba a sonar lo mejor del baúl de la salsa, el son montuno, la cabilla… así que debía estar activa. Vestimenta casual y zapatillas (pa’ aguantar el trote). El Chino me mandó  a buscar con Joel en el carro para que me subiera, como si yo no me supiera el camino. Se ha tomado en serio eso de que me volví sifrina, porque me fui y ahora estudio y leo.  “Pero está bien, chama, échale bolas a tu vaina para que no seas bruta como yo. Ah, y acuérdate de mí cuando estés en tu gloria”, me dice siempre que hablamos. Yo le digo que se deje de vainas, que siempre lo recuerdo y que lo quiero demasiado, que no sea gafo, que se ponga las pilas. Pero no me hace caso ni me hará. Se dejó arrastrar por la rutina y la mentalidad del que ve pasar la vida hablando con los convis en la esquina.

              Cuando llegué y lo vi de espalda, no pude evitar taparle los ojos, como lo hacía cuando éramos unos carajitos. Sentí la misma confianza de siempre al verlo, incluso le quité el trago como solía hacerlo y me senté a su lado. Estaba tomando whisky y eso me hizo presentir que sería una buena noche. Enrique estaba hermoso, como siempre: sonriente, cariñoso, amable, amigo… El Chinito salió y lo abracé “¡Feliz cumpleaños, mi loco! ¡Qué bello estás!”. Hizo un gesto de picardía y me respondió que eso se debía a la buena vida. “Yo no esperaba verla. Es que tú sabes, ella ahora ya no anda con pobres”, agregó Enrique. Yo les dije que dejaran la gafedad, porque ellos sabían que seguía siendo la misma. Y con el impulso que me dio el  diálogo, aproveché. “Vamos a bailar es lo que es, Enrique, para que veas que me acuerdo”. Claro que me acordaba, a pesar de que tenía tiempo sin bailar salsa erótica en la sala de una casa. Él seguía bailando espectacular, como lo hacía en los matinés de todos los viernes. Seguía, además, estando en forma y usando buenos perfumes. Pensé en un momento en los medios que utiliza para darse ciertos gustos, pero deseché ese análisis. Preferí recordar nuestra adolescencia: las largas conversas, las rascas, las jodas con él y el chino, el amor puro, los besos y las caricias inocentes, y hasta algunos actos fuera de la ley.

              El Chino nos regaló la botella de whisky, después de que nos dijera “De toda la gente que está aquí, ustedes son los más reales, los de siempre”, y se fuera corriendo. Siempre le han incomodado las muestras de afecto. Enrique y yo  empezamos a prendernos y a reírnos de todo, a recordar nuestras vivencias. Todo lindo, todo cuchi, hasta que  me tomó de la mano, se me acercó y me dijo al oído una propuesta que culminó con un “Como en los viejos tiempos. ¿A qué no? ”. No hay que echarle la culpa de todo a los tragos, pero el alcohol me estimuló. Además, me quise poner a prueba.

Pasamos por los callejones sigilosamente, sin hacer ruido. Eran los mismos lugares, pero yo no los veía igual. Yo era distinta, efectivamente. Él se detuvo en un momento. “¿Segura que sabes?”, interrogó. “Eso no se olvida”, afirmé.  La chama advirtió mi presencia y corrió. La perseguí sin prisa y cuando la alcancé, ya Enrique sujetaba su cuello con un brazo y con la otra mano hundía sutilmente la navaja para infundirle miedo y para que no me mirara. Tomé su bolso y comencé a revisarlo. Los ojos de Enrique me miraban extrañados.  “Esta la está soñando, vale”, pensó probablemente. No comprendía por qué no agarraba la cartera de una vez y nos íbamos. Yo tampoco entendí  porqué quise revisar. En el interior había un monedero, un estuche de maquillaje, el celular, y varios libros (muchos, realmente), acompañados de un cuaderno. Agarré el teléfono y la despaché. “Bórralo, chama, pira de aquí y no voltees”.

Y comprendí a los muchachos. No era la misma. No pude quitarle el bolso, porque me vi reflejada en ella, porque ciertamente haber compartido en otros lugares y haber conocido otras realidades, me ha hecho comprender cosas, como que esos libros son más importantes y útiles para ella que un celular. Porque la universitaria víctima de la delincuencia pude haber sido yo. Entendí entonces que mi esencia siempre estará ligada a ese barrio, porque ahí crecí, pero que, no obstante, todo se transforma y mis ideas cambiaron.


Estaba linda la reflexión, hasta que el ruido de la sirena la interrumpió. Dejé de pensar, y si bien mi indolencia no era la misma de años atrás, el recuerdo de cada rincón de aquellos callejones y  la velocidad de mis piernas, seguían intactos.


                                                                                                        Claudia Hernández


Abril




      Se llamaba Abril. Sus grandes ojos verdes, a veces aguamarina, constituían toda la inmensidad de mi universo. Era lo que más me fascinaba de ella; su piel era blanca como  porcelana, con apenas unas pequitas en las mejillas que, de vez en cuando, se confundían con el rubor  que le provocaban mis besos. Bueno, los besos que solía darle. Porque como dice la salsa, “todo tiene su final, nada dura para siempre”. Y, como jamás duró una flor dos primaveras,  lo nuestro no fue una excepción. Sin embargo, nunca olvidaré aquella última mirada.
                                                          _____________


Había ignorado las múltiples advertencias de mis amigas: que si la noche, el peligro, la ciudad devoradora…

El humo. Las luces. La música a todo volumen, -me genera sordera-, el vodka, la cuba libre, la multitud, los necios que se empeñan en conversar, y se gritan al oído preguntas que, en un sitio más apropiado, no se atreverían a formular. Se empeñan en una interacción absurda, aun sabiendo que en ese tipo de tugurios lo importante es saber mover las caderas.
No tengo diez minutos en el antro, y ya recibo la primera invitación a bailar. Baile. Movimiento. Meneo de caderas. Roce de cuerpos. Sudor mezclado con perfume y humo. Una perfecta amalgama de narcóticos nocturnos. Un baile tras otro, la música no para de sonar. El cuerpo se adapta a esa rutina mecánica, pero sensual, y al manoseo. Las manos en la cintura, en las caderas, en el culo, en los pechos. Las frentes llenas de sudor se rozan al ritmo de la Electro. El deseo. El deseo aparece, es algo instintivo. La mente vuela, está en otro sitio. Uno tras otro, se repite la misma rutina.
Los cuerpos son masas aglutinadas, todas iguales, lo único que varía es la forma de moverse: unos más lascivos que otros, pero de todos modos aquello no es más que sexo con ropa. El vaivén es el mismo. No me preocupo por los rostros, la poca luz y el vodka en el cerebro, no me permiten distinguir entre uno u  otro compañero.
La cercanía es inevitable, lo siento pegado a mí. Sus manos no se despegan de mi cuerpo. Suena un reggaetón. “Dile que bailando te conocí, cuéntale”, asevera el cantante. Me parece conocido pero no recuerdo su nombre. Sus labios se deslizan, poco a poco, por mi cuello. La piel se eriza, mi mente está en otro lugar. No vacilan mucho, llegan a las mejillas, y se aventuran a mis labios. Los suyos saben a Cuba libre, son algo dulces. El reggaetonero sigue insistiendo, dice: “dile que beso mejor…”. Yo ni me entero, estoy ocupada pensando “¿Y si fuera ella? Con otro rostro y otro nombre diferente y otro cuerpo, pero sigue siendo ella, que otra vez me lleva; nunca me responde, si al girar la rueda. . . Ahh”, me susurra  al oído Alejandro Sanz . Mis manos acarician su cabello corto, y mi boca se enfrasca en la suya, dulce y avezada. Por unos segundos me sumerjo en la fantasía de pensar que no es mi acompañante quién me devora.  “Abril”,  susurro entre dientes, separando, a duras penas, sus labios de los míos.

             Disculpa, ¿qué dijiste? –me pregunta al oído.

             Que tengo calor, ¿nos tomamos un trago?

  —Claro, mi bella, vamos por los tragos –afirma él.

El sabor a Vodka también me recuerda a Abril. Era su trago favorito, el problema venía cuando lo mezclaba con otras sustancias.

 ¿Y cómo te llamas, mi bella?

 Alejandra –mascullé.

 ¡Qué casualidad! Yo me llamo Alejandro, nosotros como que estábamos destinados, belleza.


Le asiento con una sonrisa. Apenas puedo escuchar sus balbuceos. Mi mente vuelve a los acontecimientos de esta mañana, y a la última mirada de Abril. El pana vuelve a besarme. “Esos labios tuyos me provocan”, me susurra con su aliento a licor. Ignoro su comentario palurdo. Sólo quiero olvidar. Le beso con fuerza, con rabia. Soy un huracán en su boca, que lo revuelve todo sin contemplación, incluso, puedo sentir  su excitación en mi cintura. “Es mentira que sepan a vinagre los besos sin amor”, pienso en la canción de Sabina. “No es tu culpa, no es tu culpa, no se quiso dejar ayudar”, me repetía como un mantra. Deseo salir corriendo, estoy sudando frío, siendo escalofríos, me siento claustrofóbica. “Tengo que ayudarle, yo puedo ayudarle”, susurra una y otra vez la voz en mi cabeza. Él ni se entera, está muy inspirado cantando: “me tratas mal, pero me gusta”. ¡Pum Pum! Detonó el arma, y mi acompañante cayó a mis pies.


Entonces lo sentí, en toda mi piel, el vals de la muerte que abrasaba su vida. Y la mirada, la última mirada, como la de Abril. El vértigo me recorrió la columna, la gente gritaba y se dispersaba. Yo corrí. El tugurio era ahora un infierno. Igual que esta mañana. Sin embargo, esta vez a la pistola no la sostenían mis manos.


                                                                                                        Elvianys Díaz




Me sentí poderoso


  Sujeté el cigarrillo con la boca, lo encendí, recordé la última vez que fumé (hace una hora):

Aspiré el cigarrillo por última vez y después de casi quemarme los dedos con la punta de la colilla, puesto que se había consumido casi toda, la boté. Me tomé lo que quedaba del trago de whisky y empecé a caminar hacia la salida. Me iba decepcionado. No había podido cuadrar nada esa noche. “¿Cómo es posible que no haya caído ninguna?”, pensé, mientras iba a la puerta de la discoteca. Y cuando estaba a punto de salir, la vi. Se movía al son del house y levantaba un vaso con su mano izquierda. Bailaba sola. Me quedé viendo la cosa unos minutos y al notar que nadie la acompañaba, me acerqué.

           Me paré detrás de ella y bailé siguiéndole el paso. Se volteó, esbozó una pequeña sonrisa y siguió moviéndose. “Ajá, no me rechazó”, me dije, entretanto le ponía la mano en la cintura. Bailamos unos minutos, hasta que el cambio de género musical nos interrumpió. El Dj puso reggaetón y la mayoría de quienes bailaban dejaron de hacerlo. Ella se fue a la barra, la seguí y antes de que hiciera su pedido, la abordé.

              ¿Qué te gusta tomar? –pregunté.

            Se volteó y mirándome extrañada, como si la hubiera sorprendido que la siguiera, me respondió:
             Vodka.

              ¿Y estás sola? –interrogué para confirmar.

             Vine con unas compañeras de clase, pero se perdieron. Deben estar por ahí, si es que no se han ido…  respondió al tiempo que meneaba su trago con el pitillo.

           Cuando una luz me dejó verle la cara, me quedé loco. Inmediatamente calculé que tenía unos 17 años y que, por lo tanto, le doblaba la edad. Estuve tentado a irme, pero le vi el cuerpo y comprendí que la edad no importaba nada en comparación con sus curvas. Pedí vodka para ella y ron para mí. Normalmente hubiera pedido whisky, pero no quería reflejar ninguna muestra de adultez. “Ay no, tan fina que estaba la música y la quitaron, jajajajaja.  dijo luego de tomar el primer sorbo. Al verla reír a carcajadas después de decir algo tan simple, me di cuenta de que estaba ebria. Me tomé el trago en dos sorbos y la invité a hacer lo propio. Lo hizo y se dio lo que esperaba: terminó de embriagarse.

            “El reggaetón también es bueno. Ven” –le dije y la halé hacia la pista. “Esa nena cuando baila me vuelve loco bailando el dembow. Dembow, dembow, dembow…”, sonaba. Bailamos frente a frente y podía ver como se le perdía la mirada en un punto indefinido. Me pegué a ella. Se lo recosté, para decirlo en criollo. “¿Qué es eso, vale, jajaja? ¡Qué canción tan vieja, jajajaja!”- decía, mientras me rodeaba el cuello con las manos. La agarré por la cintura y la besé. Metí mi lengua entre sus labios y recorrí toda su boca. Me retiraba, mordía su labio inferior y repetía el procedimiento. Ella me respondía, aunque la noté nerviosa. Me separé y vi que su rostro ciertamente reflejaba cierto temor. “Así no se va a poder”, me dije y la llevé a la barra.

            Qué calor hace. Vamos a tomarnos otro trago –le dije, entretanto le hacía señas al bartender y metía la mano en mi bolsillo.

            Sí, demasiado. Necesito tomar algo  respondió.

           Llegaron los mismos tragos de antes, pero lo demás fue distinto. Agarré su bebida, metí su cartera debajo de mi brazo, para apartarnos de la barra, y cuando iba a agarrar mi trago, dejé caer su bolso. Me disculpé, pero no hice ningún movimiento para recogerlo. Ella se agachó para hacerlo y, con la misma rapidez de siempre, eché la pastilla en su bebida.

            Cuando se levantó, ya estaba hecho. Amagué varias veces antes de darle el trago, simulando a manera de broma que se me iba a caer también. Con ese tiempo bastó para que la tableta se disolviera. Finalmente se lo entregué y sin decirle nada, se tomó la mitad en un sorbo. Con eso bastó. Caminé con ella a una esquina del local y comenzó el proceso. “Ay, mi cabeza. Me siento mal. Tengo ganas de vomitar”- dijo. Fueron las últimas palabras que pronunció. Después solo hacía sonidos raros. De queja. “Ven, vamos a tomar aire”- le dije y nos dirigimos a una puerta trasera del sitio. Le hice la seña a la rata de Pérez y salimos.


           Cuando la penetraba, veía sus ojos desorbitados, que no se terminaban de cerrar, pero que no veían a ningún lado específicamente. Empujaba una de sus piernas para tener mayor profundidad y con cada vaivén entraba con más fuerza. La muy perra se quejaba como si le desagradara, pero yo sabía que lo que sentía era placer y después de retirarme me di cuenta: había sangre. “Hasta salí estrenando, vale”, pensé. La vi allí tirada por última vez y me fui. Le di al mal nacido de Pérez su paga. El bicho me cobra por hacerme esa segunda. Quien sabe si después que se las dejo ahí, no aprovecha  también. Que desgraciado. Dejé de hacer suposiciones inútiles y salí a la calle.


            Recordé. Me sentí poderoso. Aspiré el cigarrillo por última vez y después de casi quemarme los dedos con la punta de la colilla (como de costumbre), puesto que se había consumido casi toda, la boté.


                                                                                                         Claudia Hernández


Te quedaste




Me monté en la camionetica y adquirí dos cosas que no tenía hace unos minutos: dos panas y un poco de nervios. “Pa’ lante ¿qué pasa, pues? Ni que fuera la primera vez que pisas un barrio”, pensé. La verdad, no estaba nerviosa porque iría a un barrio (me crié en uno), sino porque era la primera vez que pisaba ese y  se me haría de noche para bajar…
            
          Qué rápido. Ya pasó un año desde que, mientras hacía mi siesta respectiva de todas las tardes después de llegar de la universidad, me despertó el llanto de mi abuela. Era ruidoso y reflejaba preocupación y dolor. En mis sueños no lo distinguía bien, hasta que lo reconocí y me desperté alarmada. “¿Qué pasó?” le pregunté apenas abrí los ojos y le vi la cara llena de lágrimas. Se me sentó al lado sin responderme e hizo que le repitiera la pregunta, hasta que un “Se murió Chávez” me dejó impactada, sin palabras, como tratando de asimilar la información. Cuando uno se recién despierta, el cerebro no funciona bien. Deben pasar al menos unos minutos para poder reincorporarse. Sin embargo, en ese momento no transcurrió el lapso de tiempo y aquella noticia, que es fuerte de por sí, cayó sin anestesia. Pero al ver a mi abuela así, me importo más su estado emocional que el mío, así que me puse seria. “Ay, abuela, tranquila. Él también era una persona y estaba enfermo. ¿O acaso no podía morirse?”. “Sí, hija, pero es que ¿cómo es posible?...
           
              “Qué fuerte. Qué loco. Qué chimbo”, pensé la noche de ese día antes de irme a dormir y lo volví a pensar al día siguiente, mientras desayunaba y veía en la televisión que estaban sacando la urna del Hospital Militar. Terminé de comer, me cepille los dientes y el cabello y me fui con mi abuela. El trayecto era sencillo: en el Metro hasta El Valle y después en una camionetica hasta Fuerte Tiuna. Cuando llegamos me encontré con mi mamá, más gente de la familia y un amigo de todos. “Sí, claro, el pueblo tiene que verlo”- me respondió un militar cuando le pregunté que si dejarían pasar a la gente a la Academia. En Los Próceres ya había gente, sol y sonaban las canciones de Alí Primera. Nos instalamos en una acera y nos dispusimos a esperar a que llegara el entierro.
            
          En el transcurso de la tarde empezó a aumentar la intensidad del sol, la cantidad de personas (abuelos y abuelas, niños, hombres, mujeres, jóvenes) y su ánimo. De vez en cuando pasaba un camión y un helicóptero diciendo consignas. Entre risas, chistes, bailes y actividades improvisadas transcurrieron varias horas. Pero detrás de las sonrisas pude ver el desconcierto de los que estaban allí. Un sentimiento de vacío que tenían en la mirada y que no podían ocultar. “Ahí viene”  decían a cada rato. La gente se levantaba corriendo y se paraba en medio de la calle, esperábamos unos minutos y al final no llegaba nadie. La escena se repitió varias veces hasta que un “Ahora sí” hizo que la gente se ubicara igual que las veces anteriores. Esta vez la espera duró el mismo tiempo que las demás. No se veía nada. Hasta que se logró distinguir la multitud que venía a paso rápido. Mientras se acercaba, la gente que tenía al lado se empezó a poner como loca: golpes y empujones para todo el mundo. “Mira, Jean,  me voy a agarrar de ti, porque yo quiero ver” recuerdo haberle dicho de manera imperativa a mi amigo de aproximadamente 1, 90 m de estatura y con porte y contextura de jugador de baloncesto. “Sí va, jajaja”- contestó. La caravana se comenzó a acercar. Y bueno, una cosa es saber que venían con la urna y otra muy distinta es verla llegar.
            
          La multitud que venía caminando terminó de llegar y el otro montón de gente que esperaba se quería meter en ella, pero se les complicó (más no se les hizo imposible) porque los militares hicieron una cadena agarrados de las manos para tratar de impedir que la gente se lanzara a la caminata encabezada por Nicolás Maduro, Diosdado Cabello y otros miembros del gobierno. Por cierto, siempre he pensado que esa gente le puso un mundo. Caminar desde el Hospital Militar hasta la Academia Militar  bajo el sol que hubo ese día no está fácil. Con el brazo izquierdo lanzaba codazos para sacudirme los empujones y jalones de camisa y con el derecho me agarraba de mi súper pana para que no me tumbaran, hasta que, finalmente, pasó la urna frente a mí. Por allí leí que duramos años sin vivir y que de repente la vida se concentra en un solo instante. Estoy de acuerdo. Hay momentos en los que todo se aglutina en unos segundos y eso fue lo que me pasó en ese lapso temporal (haré un esfuerzo por describirlo, aunque sé que con palabras no lograré transmitir lo que sentí). Por unos 8 segundos (sí, no pudieron haber sido más) dejé de sentir a la gente que tenía al lado. No me afectaron las agresiones físicas propias del momento. Simplemente, me quedé viendo ese féretro cubierto por nuestra bandera tricolor y por todos los objetos que la gente lanzaba a manera de ofrenda. Me quedé inmóvil y se dio: fue una conexión extraña, rápida, pero muy fuerte entre ese ataúd y yo. “Chao, Chávez”   susurré con un vacío en el estómago y volví a la realidad. Me quité a la gente de encima y me fui hacia un lateral para tomar aire.
            
          …. Me senté en un puesto que se desocupó y me volví a decir a mí misma “Ni que fuera la primera vez que pisas un barrio”. Decidí dejar la tontería a un lado y más bien le presté atención a las dos panas que había hecho hace unos segundos y me puse a conversar con ellas. “Nosotras estamos un pelo perdidas también”- me decía una. Comencé a mirar por la ventana y pensé “Con que esto es el 23 de enero. Cónchale, pero no es ni tan malo como lo pintan”. Llegamos hasta cierto punto y nos bajamos porque la Guardia había trancado la calle. Subimos por unas escaleras, caminamos por la orilla de un cerro, me pregunté mentalmente que qué hacía metida ahí, seguí andando y pude distinguir en lo alto el 4F. Cuando llegamos a arriba me percaté de que no estaban dejando entrar a la gente al cuartel. Sin embargo, volteé y vi  a las personas concentradas en la calle frente a una pantalla grande en donde se veía la misa que se estaba llevando a cabo adentro. Tomé unas cuantas fotos, observé con detalle a la gente y me dispuse a prestarle atención a la ceremonia.

Oscureció completamente y decidí irme antes que mis nuevas amigas. El temor de bajar disminuyó al ver que había guardias, escoltas y policías en todas partes. No es que una se sienta mega segura y cómoda con la presencia de  funcionarios que, cuando pasas frente a ellos comienzan a decir cosas que, en mi opinión, no deberían comentar estando uniformados y trabajando: “Princesa, pero qué bella” “¿Te doy la cola en la moto, mi amor?”… pero al menos me sentí tranquila respecto al hampa. Fingí demencia, bajé hasta la avenida, donde ya no había custodia, caminé tres cuadras en dos minutos y me metí en la estación de Metro.
        
          Hugo, amigo mío, hoy, un año después de que te fuiste de manera física, te tengo varios cuentos. Han pasado unas cuantas cositas (que no son juego) en el país, pero para contártelas ya tendríamos que sentarnos a tomarnos un café, yo un con leche y tú uno descafeinado (me enteré de que te gusta así) y ponernos al día. En este momento me gustaría más bien decirte que hoy vi en la mirada de la gente la misma tristeza que observé hace un año en Los Próceres. Te cuento que noté que te extrañan como si no hubieran pasado 365 días, que cuando dicen tu apellido se lamentan de que no estés, pero al mismo tiempo gritan con ánimo en tu honor. Hoy confirmé que, aunque pasen cosas, se presenten conflictos o intenten descalificarte, tú te quedaste con ellos. Siempre trato de evadir los lugares comunes, pero esta vez no puedo evitar decírtelo así: vivirás por siempre en el pueblo que te siguió a ti y a tu proyecto con convicción.

                                                                                                              Claudia Hernández

                                                                                                                       


A propósito del 14F






            Salgo de la escuela y siento que puedo hacer  casi cualquier cosa. Salgo corriendo al metro, apresurado como quien no puede faltar a un cita. Y no, la cita no es contigo, y entonces me reprocho mi cobardía de no invitarte a salir. Sé que no es cobardía es respeto a mí mismo. Porque si escucho un  no  de tu boca, mi corazón se romperá en mil partículas que vagaran por el universo de la narrativa. Y entonces la gente ya no me leerá, aunque no estoy seguro que me lean, el punto es que yo sólo coqueteo de vez en cuando con la literatura. Soy más bien un periodista en formación, o al menos, es lo que me gustaría creer. Y en ese proceso de formación tú, vuelves y apareces. Ya estoy en el metro, saco mi IPod habitante de mi morral magenta. Me gusta creer que es magenta, porque eso de llevar un bolso “rosa” no combina con mi personalidad (de chamo serio) y mi fanatismo por el rojo. Pero, un rojo que a mi se me parece al éxito, a la pasión, a la vida y a la comunicación. Después de todo, de rojo fueron los primeros trazos en la Cueva Altamira. ¡Oh sí! Las primeras representaciones icónicas. Y creo que ya te lo hice saber, soy de los que piensa que “una imagen vale más que mil palabrasPor eso te dibujé, o te caricaturicé, me gustaría presumir que te inmortalicé. Y me gustó lo que dijiste al recibir mi trabajo: “¡Caramba! Pero si aquí me veo más bonita”. ¡Bingo! Ese era el punto, que te miraras como te miro yo: bella y autentica, y no tengo reparo en decirlo. Enciendo el IPod, y escucho el acento argentino de Rodolfo, bueno, de Fito. Fito Páez me transporta a su concierto y yo tampoco sé si es BAires o Madrid. Mientras canta: “El amor después del amor”. ¡UffMadrid, como me gustaría caminar por Madrid en tu compañíacon mi mano en tu cintura, copiando a tu mano en la cintura mía, como diría Drexler. Sí, se que te gusta Drexler, a mi también me gusta, adoro su idea de “amar la trama más que el desenlace”. Y cuando pienso en desenlace recuerdo que me quedan pocas clases contigo. El semestre está tan apresurado, como yo por llegar a Chacao, y sé que estará cerca nuestro “adiós”. Pero, por ahora no quiero pensar en despedidas. Estoy consciente que aún no he aprendido lo suficiente de ti, ni te he mostrado lo suficiente de mi, pero juro que estoy en el intento. Voy por Chacaíto y Fito continúa con su concierto. Presenta  desde el piano ,y con su indiscutible efusividad, a su enemigo íntimo, y canta lo que para mí, es la definición del amor: Contigo . Cierro los ojos, y al abrirlos vislumbro Chacao. Me bajo del vagón con la misma prisa que salí de mi amada, de la ECS-UCV. Salgo de la estación y camino las cuadras necesarias hasta el San Ignacio. Es el centro comercial que menos visito, no lo conozco bien. Y allí, en la entrada, y con guitarra en mano, está mi amigo RoRoÉl sabe de discos  trabajó en una tienda de discos de SG—, además, como buen caraqueño, se conoce ese lugar mejor que yo.


         
Me quito los audífonos, pero sé que Fito está cantando "Yo vengo a ofrecer mi corazón”. Le doy una palmada por la espalda a RoRo. Subimos las eléctricas, y allí está, frente a mí, lo que tanto buscaba. Me topo con una vidriera, con una caratula, de un hombre de lentes naranjas que, con ambas manos, se cubre la boca y parte de la cara. Eblanco y negro de la imagen logran que el naranja de los lentes resalte, simplemente resalte. Llego a pensar que esa caratula emula un poco a el  GritoEntro a la tienda, Acantus, y por  fin lo tengo en mis manos: mis Sueños clandestinos Esos que te pienso regalar. Por la idea ilusa de que cuando escuches la canción número sieteSiempre la brisa. Confirmes, lo que de seguro ya te supones. Es que le solicitaré a Yordano que me preste su voz para poder decirte: "Ahora sabes que tú me matas". 



                                                                                                         
Elvianys Andrea Díaz



          


El camino más corto




 Sonó la alarma y no lo podía creer. Maldita sea, me dije. Dicen que maldecir no es bueno, que atrae energías negativas. Pero es que no encontré mejor palabra para drenar. Sentí el mismo arrepentimiento de siempre: ese que me invade cada vez que me  acuesto tarde y reduzco mis horas de descanso sin ninguna necesidad. Realmente no hay necesidad, pero sí motivos, motivos para no dormir temprano, motivos que sólo los seres nocturnos entendemos. La noche es mejor para chatear, escuchar música, escribir, ver tv… para todo. Sonreí mientras hacía esta reflexión y decidí levantarme.


Me bañé, vestí, peiné y maquillé con rapidez. Y no sé por cual (extraña) razón estuve lista antes que Alberto. Lo que sí sabía era que las cosas inexplicables tienen consecuencias. Alberto es mi padrastro y suelo salir a Caracas con él todas las mañanas ¿Voy a perder esa cola? pienso siempre. Esa mañana tenía cita en el odontólogo y, a pesar de que detesto ir, quería asistir con tal de salir de mi casa.

La tardanza de Alberto efectivamente tuvo consecuencias. Se le había hecho tarde para llegar al trabajo.

  Sofi, voy a recortar camino, porque voy es tarde, mi niña –dijo mientras se acomodaba en su asiento.

Respiré profundo y me puse el cinturón de seguridad.

  Mmm, dale, pues –respondí con resignación.

Nunca me han gustado los atajos ni los caminos verdes ni nada de eso. La verdad es que no me gusta nada que suene a riesgo. Alberto me dijo que colocara la música que yo quisiera y no dudé en introducir el cd de Arjona en el reproductor.

Olvidarte es recordar que es imposible… cantaba en voz baja, mientras dejaba que la brisa me acariciara el rostro. Me perdí en pensamientos cursis, hasta que el vidrio de la ventana me regresó a la realidad. Alberto lo había subido. “Ya estamos entrando al barrio” – me advirtió. Comencé a ver por la ventana, pero esta vez lo hice detalladamente. La calle era doble vía y de ambos lados había casas humildes. Más adelante se encontraba una cancha que, aunque era de baloncesto, tenía arquerías de futbolito; un contenedor de basura desbordado, una línea de camionetas donde abordaban, en su mayoría,  personas que iban al trabajo y niños que iban al colegio…

El hilo de la normalidad se rompió cuando nos encontramos con una multitud frente a nosotros. Había personas amontonadas en un lado de la calle y el tráfico era lento porque, como cosa rara, los carros disminuían la velocidad al pasar para no perder detalle de lo que ocurría. “¿Qué habrá pasado?” –dijo mi padrastro para sí mismo. Menos mal que por aquí era mejor, pensé. Cuando nos acercamos a la cuestión nos dimos cuenta de lo que pasaba y me sentí inmersa en la escena de una película. Entre el montón de gente se podía vislumbrar el cuerpo tendido en el piso. Estaba cubierto con una sábana blanca en la cual había manchas de sangre. Después de observar el largo del cuerpo y  los zapatos que sobresalían de la tela, se podía concluir que se trataba de un hombre. Cerca del cadáver  estaban (a juzgar por su llanto) los familiares. Un muchacho le hablaba al cuerpo: se llevó la mano a los labios e hizo un gesto de juramento. Noté que decía algo como “esto no se queda así, hermano”. La escena me conmovió.

Un poco más retirados y distribuidos en la zona había alrededor de 30 motorizados. Avanzamos y entramos a una especie de alcabala de civiles. Yo todavía no había  superado del todo lo que acababa de ver. Tac, tac, tac   vacío en el estómago, corazón acelerado, manos frías. La respiración de Alberto me hizo entender que estaba igual que yo. Transcurrieron segundos, pero parece que para ellos pasó más tiempo. TAC, TAC, TAC. Tanto el tipo que tocaba la ventanilla del lado de Alberto como el que golpeaba la de mi lado se notaron un poco impacientes. Sin tener otra opción, bajamos los vidrios.




  ¿Todo bien por aquí, hermano? –dijo el que estaba del lado del mi padrastro, mientras miraba detalladamente el interior del carro.

  Si, pana, todo tranquilo –respondió Alberto, quien mantuvo firmeza en la voz.

Pude observar (y estoy segura de que Alberto también lo hizo) la pieza metálica que salía de la mano del sujeto, quien no se esforzaba en mostrarla, pero tampoco en ocultarla. Mientras tanto, el tipo que estaba de mi lado también hacía su trabajo. En este caso, el arma sobresalía de su pantalón a la altura de la cintura.

  Buenos días, mami –dijo mientras me miraba de arriba a abajo.

No respondí. Hizo la misma requisa visual que su compañero y la culminó viéndome el pecho. Vio a Alberto, cruzó miradas con un compañero y de nuevo la mirada a mi pecho. Me asusté un poco. Dios no me negó nada por delante y cada vez que un hombre me ve así, sé con que intención lo hace. Esbozó una leve sonrisa y con la habilidad, la sutileza y la tranquilidad de quien está acostumbrado a hacer eso, tomó los Ray-Ban (originales) que tenía colgados en la franela. Me sentí aliviada, sorprendida, molesta, confundida… Se me había olvidado que había puesto mis lentes favoritos en ese lugar. Debe ser la costumbre de siempre tenerlos allí. El chamo (porque viéndolo bien, no le calculé que tuviera mas de veinte años) se los puso, usó el vidrio trasero como espejo y con cara de satisfacción, como muchacho con juguete nuevo (diría mi mamá), se retiró del carro. “Vaya, pues, pana” –dijo el otro sin poder ni querer ocultar su sonrisa.


Arrancamos con velocidad moderada y no hablamos en lo que restó de camino. Cada uno iba pasando el susto a su manera: yo me mordía los labios y Alberto chocaba el dedo pulgar contra el volante repetidamente.  Por fin se terminó la carretera e ingresamos a la autopista. Siempre me ha gustado la capital. Sin embargo, esa mañana la vi más hermosa que nunca. Me sentí fuera de peligro.

 Comencé a desabrocharme el cinturón y a agarrar la cartera mientras llegábamos,  para ganar tiempo. Me había retrasado yo también. “Sofía, mamita, cónchale…” –dijo Alberto con tono de preocupación. “ Tranquilo, Alberto, no le voy a contar nada a mi mamá”   respondí tajante y me bajé del carro. Me miró con cara de sorprendido.  Ni que hiciera falta ser adivina para saber que esa es toda su angustia, pensé.

 Intenté retomar los pensamientos que me había evocado Arjona entretanto me acomodaba en el sillón. Pero el ruido del aparato de limpieza me comenzó a aturdir, mientras que su punta le comenzaba a hacer cosquillas a las separaciones de mis dientes.


 Claudia Hernández







#SOS. Necesitaba escribir


            Hoy  tengo ganas de escribir. Mejor dicho, tengo necesidad de escribir. Necesidad que me causa una sensación de vacío entre el estómago y el pecho. Necesidad que no sé exactamente de donde proviene. Lo que sí sé es que me invade física y emocionalmente.  Es que, (para mí) la necesidad de escribir y las ideas que te llegan a la mente cuando se está redactando un texto (de cualquier tipo) son de procedencia inexplicable. A lo mejor  esta disposición de expresarme se deba a que hoy, día del periodista, el cosmos (o algo así) está influyendo en mí, o también al ambiente en donde he convivido. Asimismo puede deberse a que hace tiempo que no escribo unas líneas, teniendo en cuenta que en ese tiempo me han sucedido cosas importantes. En fin, no sé cuál es la causa exacta y no es lo que esencialmente  me importa. Lo que sí me importa y me causa alegría es que quiero escribir. Pensé que había perdido la chispa. A continuación, voy a resumir mi día porque lo que he vivido durante él es lo que se me ha impuesto como tema mientras redactaba este párrafo.

El día de hoy fue bueno. Considero que tengo facilidad para adaptarme a diversos ambientes y a respetar puntos de vista con los cuales no estoy de acuerdo. Creo que hoy es el día en el que más he escuchado algo que siento y tengo bien claro desde hace bastante tiempo: que el periodismo es la mejor profesión del mundo. Hoy se realizó en la sede del diario El Nacional el tercer foro de la semana en el marco de la iniciativa “ 5 visiones de la comunicación”. El tema de éste era “Periodismo en crisis SOS”. En líneas generales fue un buen evento. Aprecié visiones acerca del periodismo actual desde la mirada de quienes laboran para los medios privados del país y de quienes forman parte de la directiva del Colegio Nacional de Periodistas (CNP).

Hubo ponencias equilibradas, otras completamente viscerales en contra del actual gobierno. En las segundas el mensaje que se transmitió fue de alerta, de advertencia. Se nos intentó convencer (digo intentó, porque en mi caso no lograron su objetivo comunicacional)  de que nuestra profesión está atravesando una crisis profunda, de que la libertad de expresión es fuertemente atacada, de que debemos unirnos a la lucha contra el gobierno opresor. Hubo un momento en el cual una de las ponencias terminó siendo un resumen de los problemas de la gestión política del gobierno nacional, y en una ocasión, hasta se mencionó la frase de que estábamos en guerra. En contraposición a esta postura (valga la redundancia) hubo ponencias muy acertadas en las cuales se buscaba comunicar otra cosa. Mejor dicho, en la cuales se buscaba abordar la situación actual del periodismo (tema real del foro) aportando ideas acerca de los problemas existentes en el periodismo actual, pero desde una óptica profesional que brindara soluciones. En este caso, se nos exhortó a valorar nuestra profesión, a aprovechar cada uno de los campos que ofrece para desempeñarse, a ser éticos y responsables a la hora de informar, y a sentirnos orgullosos de lo que hacemos. Se mencionaron e  hicieron críticas a situaciones en las cuales ha sido restringido el acceso a la información a periodistas de medios privados por parte del ente gubernamental. Sin embrago, no se cayó en el drama. Considero que la ponencia más acertada y respetuosa fue la del periodista Dereck Blanco, reportero de Globovisión.

Pienso que como comunicadora debo apreciar las diversas visiones que se hacen acerca de un mismo tema. Por ello, también dedique tiempo a apreciar la actividad con motivo del Día del Periodista realizada por el gobierno nacional. En la actividad se hizo entrega del Premio Nacional de Periodismo Extraordinario Simón Bolívar 2013 en sus distintas categorías a los profesionales que laboran en los medios del Estado. Me atrevo a decir que el hecho de mayor importancia y trascendencia en la actividad fue la entrega del Premio Nacional de Periodismo Extraordinario Simón Bolívar 2013 al fallecido presidente y líder de la Revolución Bolivariana, Hugo Chávez.  La categoría o mención bajo la cual se le entregó el galardón fue “El gran comunicador del siglo XXI”. Le atribuyo importancia y trascendencia a este hecho, debido a que Hugo no fue periodista. No voy a caer en la polémica acerca de si se merece o no el reconocimiento. Lo que sí afirmo, y es una opinión muy personal, es que sin duda alguna fue un gran comunicador. El mensaje a los periodistas en este acto fue el de estar comprometidos con la verdad y con el pueblo. También se hicieron breves cuestionamientos a “la burguesía mediática” (medios privados).

El hecho curioso es que tanto las dos corrientes de ponencias en el foro de El Nacional y las intervenciones en la actividad gubernamental coinciden en ciertos puntos clave: los periodistas debemos ser críticos, analíticos, comprometidos con el pueblo o con los lectores y que debemos siempre alzar la voz. Eso es precisamente lo que pretendo acá.  Reitero mi duda: no sé si fue el ambiente periodístico del día lo que tuvo influencia en mí. Lo que sé es que hoy tenía ganas de escribir. Mejor dicho, tenía necesidad de escribir.




                                                                                                    Claudia Hernández.
                                                                                                                        
                                                                                                                        
                                                                                                                 27/ 06/2013
  

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