viernes, 29 de agosto de 2014

Pasiones Fatales I


Nosotros, los de entonces,
ya no somos los mismos.
PABLO NERUDA

 Dos lágrimas espesas recorrieron mi rostro mientras escuchaba Madrigal.

          


         Giré la perilla con destreza, lo quería sorprender. Sin embargo, una vez en su oficina, en el Bufete, mis ojos fueron testigos de una escena cinematográfica y sin censura que se reproduce una y otra vez en mi cabeza. Y, en definitiva, la sorprendida fui yo.

         El corazón se me desboca, me falta el aliento. Él voltea y nuestras miradas se cruzan. “No es posible, no es posible, no es posible”, me repito como un mantra.

           ¿Y ahora?
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         Ay, Manuel... Ahora sabes a whisky, tú que nunca has sido amante al licor. Te inscribiste en el gym, andas obsesionado con el temita de la juventud. Y prefiero no hablar del nuevo corte de cabello y de los pantalones “tubito”. Son cuarenta años, chico, ya no estás para esos trotes de quinceañero. Y la verdad, ya no me acaricias, siempre estás cansado. Ya no somos cómplices, ni en la cama. Y no, me rehúso a ser una esposa histérica. Ay, Manuel: Amarte era tan fácil, tú libre, libre yo.

     Cambiaste de perfume. El beso en los labios por un beso en la frente con sabor a ¿culpabilidad? Seguramente le miras con los ojos de amor que alguna vez me miraste a mí. Sabes que te conozco, pero que no soy capaz de vulnerar tu libertad, así como tú no lo eres de sostenerme la mirada. Siempre has tenido esa idea loca y convulsa de que soy capaz de leerte. Te equivocas, amor, no eres mi paciente, contigo el psicoanálisis no me funciona. Lo nuestro es pura fenomenología, una conexión a la que no he sido capaz de estudiar o buscarle explicación, porque el amor es así, no tiene explicación o razón, de lo contrario no sería amor, ¿no crees?

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              La memoria, en una fracción de segundos, se apoderó de la situación. Sin embargo, el presente se impuso:

          Sus brazos rodean tu cintura, no dices nada. No digo nada. Soy invisible. En esta escena no hay música de fondo. Creo que diré algo. Las palabras no me salen. Soy una estatua en la puerta de tu oficina, un narrador testigo. Una voyerista, quizás. Él te cubre la boca con su boca. Te besa con castidad, como para que sus labios se conozcan. En el segundo asalto no tiene contemplación, casi te deja sin aire. Lo sé por tu expresión de hombre agitado y ruborizado. Lo sé porque así reaccionabas ante mis besos. Creo que ahora tu lengua experta hace círculos dentro de esa boca. Esa boca es mía, pienso, los celos me consumen. Sus dientes te muerden, casi acaban con tu labio inferior. Tus manos juegan con su pelo alborotado, las suyas recorren tu anatomía, se deshace de tu saco, de tu corbata de seda, desabotona tu camisa, la misma que te planché antes de salir de casa. La intensidad de sus pasiones se hace evidente en la inmensidad de sus entrepiernas.

               No lo soporto más y un grito ahogado interrumpe aquel estrafalario coloquio pasional entre Manuel Javier Rovira, mi marido, y su joven asistente.

         ¡¡¡Manuel!!! grité con desesperación, cómo si la mordaza que cubría mi boca y me mantenía en silencio, e inmóvil, hubiera desaparecido.

          ¡Eloísa! exclamaste asombrado, sudado, enrojecido. ¿Tú qué haces aquí? 
agregaste.


           Te estremeces, me estremezco. Te separas de tu amante, de tu juvenil y viril amante, que permanece callado. Aquí estoy yo, tu mujer. Parada, atónita, aún en la puerta de tu oficina. ¿No invitas a pasar a tu esposa?, pregunto con el poco humor que me queda. Soy cómo David Garrik, me siento como el cómico suicida del poema de Juan de Dios Peza. Suelto una carcajada, que es más bien un relámpago de tristeza. Comprendo bien aquella premisa de Reír llorando.

        Tienes la mirada perdida, la quijada te tiembla. Sí, a ti, al flamante y siempre ético abogado. Yo no permito que las lágrimas acaben de escapar y empiece a llover en mi semblante nublado. Tus ojos azules, se tornan añil. Me prohíbo hacerte una escena, “¡primero cabrona que ridícula!”, me digo. Salgo de la oficina caminando a grandes zancadas. 



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 Dos lágrimas espesas recorrieron mi rostro mientras escuchaba Madrigal, sentada en el despacho de nuestra casa, en compañía de una Black Label. Con la voz de Danny Rivera nos enamoramos, fue la primera canción que me dedicaste. Pero también fue la primera que escuché en la voz de ella, mi gran amiga de años atrás: Amanda. Y al ritmo de la balada, mis manos hacían girar tu pistola. Sí, la que guardas en la gaveta número dos, sobre el escritorio de madera. La idea de jugar a la ruleta rusa y presionar el  maldito gatillo me sedujo. Sin embargo, ¿una psicóloga suicida? Eso sería una incoherencia. Y si algo he sido en ésta vida es una una mujer consecuente. Entonces dejé el arma, alcé la cabeza y la foto de ella, de Amanda, puso en orden mis ideas.  

         Amanda y su belleza otoñal complementaron, en una época de mi vida, a mi juventud ávida y febril de experiencias. Hoy, a mis cuarenta años, su número telefónico danza en mi cabeza cómo una canción.


           La insistencia de ella fue el detonante de asistir a ese bar. El mismo antro de colores que habíamos visitado tantas noches en los tiempos de la universidad. Me escuchó deprimida a través del teléfono y le conté que tenías un amante, me confesó que lo sospechaba. Juro que no le dí detalles. De eso te encargaste tú solito, mi siempre justo esposito. Después de todo, no es un secreto que ella te conoce mejor que yo. Siempre me lo advirtió, me dijo que lo pensara bien. Que tu sonrisa aniñada y tus manos delicadas no guardaban relación con los ademanes de macho catalán de tu difunto padre. Además, había un detallazo: yo había sido tu primera y única novia. Pero, como toda enamorada, sorda y ciega, no atendí a sus consejos, pensé que eran el reflejo de sus celos.

           Después del show en tu oficina, creí que lo había visto todo, Manuel. Pero no, aquello era sólo el inicio del circo fatal que se desencadenó en nuestras vidas.

            Llegamos al bar, en Las Mercedes, y nos sentamos en la barra. “Dos cubas libres, por favor”, solicitó Amanda, con su acento de caraqueña, al bartender que le guiñó el ojo.

         Ella estaba como siempre: atractiva. ¡Uff! Con esa mezcla de inspiración fatal que los años no le han marchitado.

          "Esta noche habrá un show que disfrutaras mucho, nena”, sentenció. Se trataba de una imitadora de Kiara. Y, efectivamente, lo iba a disfrutar. La música comenzó a sonar, sonreí inevitablemente: conocía bien la canción.

          Un desborde de sensualidad impregnó el escenario. “¿Por qué me miras así, mientras me visto sin ti.. Recuerda bien este cuerpo?”. “Y yo que te deseo a morir”. Mientras la mano de Amanda se deslizaba por mi muslo. “Cómo en los viejos tiempos, Ísa”, me decía entre sonreída y culpable, ya chispada por el trago.

      Tacones de plataforma, piernas largas y gruesas, bien depiladas; un vestido corto y púrpura, ¿púrpura?, una boa de plumas roja; peluca negra de cabellos largos y ondulados; uñas largas; pestañas postizas; argollas inmensas; labios gruesos y rojos. Era todo maquillaje. Aquel atuendo era un culto a la exageración, una representación del estilo de vida Trans. Kiara se acercaba al público y le cantaba, muy cerca, a un joven muchacho: “Que bello cuando me amas así”. La excitación estaba en el ambiente. 

        Pero lo reconocí, inevitablemente. Detrás de esa mascara de bases, polvos, sombras, rímel, rubor, pestañas postizas y vestido ajustado, estaba el hombre con el cual he dormido por más de veinte años. Al principio creí que me estaba volviendo loca, que alucinaba, como consecuencia de la luz de neón, el humo, y el licor. Pero no, la quijada caída de Amanda me confirmó que estaba en lo cierto. Eras como Dolores del Río, en Azul y no tan rosa. Y entonces una idea retorcida se cruzó en mi mente. Tenía claro como materializar mi venganza. Ella, por su parte, no supo decir que no. “Como en los viejos tiempos, Amanda”, le susurré al oído, mientras le mordía el lóbulo de la oreja.

          ¡Maldita sea! grité en voz alta, entre ebria y sorprendida.

          Y yo que te deseo a morir  cantabas.


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           Llegaste a las 4 a.m, escuché cuando abriste la puerta. La sombra de tu figura se apreciaba a lo lejos. Debiste sentirte descubierto. Encendiste la luz de la habitación. Ella estaba profundamente dormida, descansaba tranquila, enredada en mis pechos. Divisé tu figura en la puerta.

          Es verdad, yo no esperaba que me engañaras con otro hombre y, mucho menos, que tus reuniones nocturnas no fuesen sobre casos y leyes; del correcto abogado a ¿Kiara? ¿Era en serio? Era inevitable no odiarte, Manuel. Pero tú tampoco esperabas encontrar a tu mamá, Amanda Rovira, en nuestra habitación. “Dios te bendiga, Manuelito”, susurra mi avezada compañera entre dormida y despierta.






Elvianys Andrea Díaz 

2 comentarios:

  1. Me gustó tu relato, bien escrito y entretenido. El final me dejó o.O. Creo que pasaré más seguido por aquí.

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  2. Gracias, Helen. Eres bienvenida a Catalejo. Por allí se viene la segunda parte de éste relato. Saludos.

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