jueves, 14 de agosto de 2014

De amantes a víctimas




Tú y yo estamos sentenciados
a glorificar viejas heridas
y a devolver a las aguas
nuestro cadáver diario.
RAFAEL CADENAS 



           No sabía por dónde comenzar a relatar nuestras cuitas. Existían variadas posibilidades, por ejemplo, cómo conocí a Héctor Colmenares.

           La verdad sea dicha, no hubo necesidad de hacer presentaciones, bastó una mirada de reconocimiento para que a  uno no le quedara la menor duda de quién era el otro. El encuentro fue casual, o al menos eso creí yo. Aunque hoy, contando mi versión de los hechos, ya no me siento tan seguro. Ahora me pregunto ¿De habernos conocido en otro contexto, habríamos sido amigos? Nuestra rivalidad, más que una actitud de machos viriles, correspondió a los celos de dos románticos que, por infortunio casual, se fijaron en la misma dama. Ella, siempre ella, tan voraz y y encantadora. Toda una devoradora de hombres, cómo diría Gallegos.

                  Yo a mis veinticinco años era un muchacho inmaduro, Héctor. Los diez años que me llevabas no tardaron en hacerse notar. Tú, un avezado fotógrafo que la conocías como la palma de tu mano. Yo, un estudiante ocupado, persiguiendo la más grande de las utopías humanas: la libertad. Estudié con especial atención a los modernos y a los antiguos. Las consideraciones de Arendt y Constant. Los ideales de los grandes emancipadores de la historia. Yo era un muchacho etéreo, de mente abierta y ligera. Era como el viento, hasta que la conocí a ella, hasta que te conocí a ti y quedé atado a Cadenas, a su poesía. Porque una cosa no fue más que el resultado de la otra. Cuando leas estás líneas, si eso fuera posible, seguro sonreirías engreído, como siempre, y me mentarías la madre.

              Estar con ella, algunas veces era volar, otras era pisar tierra, otras tantas aprender y sobrevivir. Eso era justamente: una constante fuente de aprendizaje; una leona imponente y hermosa capaz de devorar y cazar a sus presas, a sus amantes. Y no me malinterpretes que lo mío no era simple admiración juvenil en comparación a tus sentimientos añejos, de macho realizado. ¿Cuantas noches como ésta no te imaginaste recorriendo sus curvas peligrosas, Héctor? Cuéntame, si la imaginaste poseída y poseedora, porque yo no sólo lo imaginé, también lo hice realidad. Sabes que no soy un tipo que se conforma con las ficciones, aunque eso implique desafiar a la perfectible realidad que siempre se impone y dejar los miedos, tan propios de nuestra condición humana, en un segundo plato.

           Un amigo común me dijo que era absurdo, que era perdida de tiempo escribirte ésta epístola. Posiblemente tenga razón, pero soy terco. Sentí estas líneas como una respuesta al pacto de caballeros que hace tiempo hicimos, ese pacto tácito de miradas. Ya todo estaba dicho, la oralidad no fue necesaria. Nuestro lenguaje, siempre implícito, emitía y decodificaba los mensajes de manera eficiente.

           Ojalá hubiésemos estado en el siglo XIX para ponerle fin a este asunto en un duelo entre caballeros. Un duelo de espadas, elegante, sutil, donde el más habilidoso le hubiera dado la estocada final. Una estocada digna al perdedor, ante la presencia de la dama en cuestión. Hubiera sido sublime atravesar tu pecho velludo y moreno con el fino filo de mi espada, para luego secar las lagrimas de nuestra amada que, por benevolencia, lloraría ríos por ti. O quizás todo lo contrario, ser yo quién exhalara el último de mis suspiros ante su mirada complaciente y penetrante, mientras tú te hacías ganador con mi perecer. Pero no fue así, Héctor, nada fue así. Este nuevo siglo se nos impuso, la posmodernidad nos arrojó a senderos más oscuros y menos elegantes, menos parecidos a nuestros sentires. Es un hecho, los triángulos amorosos nunca tienen finales felices. 

          Sin embargo, por respeto o por capricho, he decidido redactar las crónicas de aquél día. Cuando leí la noticia, en La Voz, una frase del escritor venezolano Héctor Torres vino a mi mente: “Caracas muerde”.

___


          Intentaré contar, en la medida de lo posible, los acontecimientos de aquel día. Procuraré ser veraz, preciso y no superfluo.Y será a través de la crónica, el género que escogí para narrar nuestras cuitas, empleando los testimonios de testigos y la investigación que realicé, que intentaré reconstruir el episodio de aquél martes desafortunado. Quiero comprobar la trascendencia de aquellos hechos, hacerle un homenaje a la memoria, vencer al olvido. Convertir en ficción la más funesta de mis realidades, con el propósito utópico de que así sea más digerible.

             Martes 20 de mayo. Me habías citado con una semana de anticipación a los pasillos de la Escuela de Psicología de la UCV. Al parecer harían un encuentro de poesía, se reunirían algunos egresados. Porque además de fotógrafo, eras un hombre de letras y humanidades. Pero yo sabía lo que querías: competir. Aunque siempre dijiste que por semejante dama no podía existir competencia alguna, no era un medalla, había que halagarla. Porque, la verdad sea dicha, aquel no era un amor tangible. Pero te hice caso, ¿sabes? Acepté el reto. Preparé mis mejores versos para ti y para ella. Versos que nunca leí...

        El encuentro estaba pautado para las tres de la tarde. Yo me encontraba en Lugar Común, en Altamira, como aquella tarde de abril  en la  que nos conocimos. Eran aproximadamente las dos cuando decidí tomar el metro. El sistema de transporte es impredecible, así que quise prevenir y llegar temprano. Recuerdo que la tarde estaba hermosa, soleada, nuestra mujer nos sonreía, el Obelisco se veía imponente, la fuente estaba encendida; los rayos de sol se hacían uno solo con las gotas de agua de la fuente: nacía un arcoiris. Pensé en ti, seguro hubieras tomado una foto prodigiosa.

        Tuve que esperar cinco minutos, casi eternos, hasta que el tren se aproximó y abordé. Entré con premura, me cogí fuerte de un tubo, porque los puestos estaban llenos. Miré a los lados, y saqué mi IPod. El aleatorio siempre parece una estocada. Viniloversus puso en mute la bulla de los usuarios del vagón.

          Mientras tanto tú, tomabas una camionetica en Capitolio, a decir verdad, nunca te había gustado el Metro. Te subiste, algunos puestos estaban vacíos, escogiste la ventana, como siempre. Te calzaste los audífonos de tu reproductor y dejaste que Alí Primera hiciera lo propio. La camionetica, en la que se podía leer: “El Revolucionario”, arrancó. Sin embargo, el curso fue interrumpido por un grito de alto. Un muchacho venía corriendo, como alma que lleva el diablo, sudando a chorros, apresurado, con un sobre en las manos. El chofer, un señor canoso, extrañamente tuvo compasión. “Bueno, carajito, termínate de subir es qué”, le gritó. El muchacho, que no pasaba de los veinte años: alto, blanco y delgado, pálido y bañado en sudor; cara de “piedrero”, se sentó a tu lado, Héctor. Pero, tú venías muy ocupado analizando los versos del trovador, con la cabeza recostada del vidrio y los ojos cerrados, demasiado concentrado como para detenerte a mirar a quién tenías al lado. Entonces, el buen chofer se para en un semáforo, en Teatros, justo frente a la estación del Metro. De nuevo se repite el procedimiento: la camioneta está cerca de arrancar, y le gritan voz de alto. En esta ocasión no es uno, son dos los jóvenes. Al chofer no le da buena espina, pero se detiene. Tú ni te enteras.

        Yo estoy llegando a Chacaíto y, de pronto, me detengo a pensar en la fatalidad de nuestros sentimientos, pero en seguida desecho esas ideas de mi mente. Dejo la música correr. Entre Sabana Grande y Plaza Venezuela, Rawayana se impone, la voz de Beto Montenegro relata una premisa de nuestra realidad: “Si no llevas la pistola, parece que no estuvieras a la moda”.

          Mientras que a ti Soledad Bravo te dice al oído: “La vida es una y no hay regreso”. Estás poseído, inspirado, elevado, etéreo, eres uno con la música. Pero afuera, la melodía es la del corneteo de carros, el olor a gasolina, sangre, pólvora y humo. Se produce una película, pero no es ficción, tú ni te enteras, no todavía. Soledad insiste: “No quiero que lo olvides: la vida es una y no hay regreso”.

          Mira, ahí está ese cabrón y tiene el paquete -comenta el nuevo pasajero a su compañero, mientras señala al flaco al lado de Héctor.

           ¿Y qué esperaras para quebrarlo? responde el otro, haciendo señas a la abultada cintura de su compañero.

             ¿Aquí, marico? ¡Hay demasiada gente! dice con voz temblorosa.

        A esa bruja hay que quemarla, guevón. Y si te echas pa´ tras, te reviento a ti también.

               Al llegar a Plaza Venezuela, abriste los ojos, Héctor, compruebas que no estás solo, el viaje no es una antología musical. Notas los movimientos raros, al  acompañante que te impuso la casualidad. Las miradas enrojecidas, consecuencia de algún pase de perico, que los observan desde la puerta de la camionetica. Los sujetos se hacen señas, uno se ubica en la puerta de adelante, el otro en la puerta de atrás. El perseguido no parece tener escapatoria. El tiempo se paraliza, justo cuando pones tu reproductor en pause. ¡PUM! La primera bala es abrumadora. Todo es confuso, la gente grita. PUM, PUM, PUM, PUM, PUM. El chofer se detiene. Se abren las puertas de atrás y de adelante. Los atacantes se lanzan de la camioneta. El perseguido, con una pierna herida, se baja por la puerta trasera, el concierto de balas continua sonando. El chofer, más amarillo que Pikachú, acelera, besa el escapulario que guinda del retrovisor. Arranca, piensa que ese es el pan de cada día de ésta ciudad, que lo que acaba de pasar es cotidiano, se acostumbra a vivir de la mano con la fatalidad. Aquí la delincuencia impone sus formas y su justicia. Agradece seguir con vida y, afortunadamente, no haber sido robado. “Hoy me salvé”, piensa. Recuerda a sus colegas y sus historias de asaltos y secuestros. Sin embargo, no todo ha salido bien, un olor a sangre impregna la unidad: la ley del hierro alcanzó a un inocente.

               Salí de la estación de Zona Rental, y me recibió el rostro lúgubre y decaído de nuestra amada, resulté empapado, fui víctima de la tormenta de su dolor. Ella te lloraba un diluvio y yo no alcanzaba a entender por qué. De camino al puente de Plaza Venezuela, fui testigo de una escena horrorosa. Parecía salida de una novela negra, había patrullas y curiosos alrededor, en el piso yacía un cuerpo, cubierto por una manta blanca. A decir verdad, ya no era blanca, estaba teñida de sangre, barro y agua de lluvia. Aceleré al paso. Llegué a nuestra Alma Máter. Y allí te esperé en el pasillo de Psicología. Nunca llegaste, Héctor. Sin embargo, un muchacho que aporreaba una guitarra e interpretaba una canción de Soledad Bravo, me reveló el peor de los presentimientos: “La vida es una y no hay regreso”.

           Cuando leí la noticia al día siguiente, en La Voz, una frase del escritor Héctor Torres vino a mi mente: “Caracas muerde”. Nuestra rivalidad, impregnada de arte desde el principio, había terminado. No lo podía creer. Me llené de sentimientos horribles. Me sentí devastado. No podía ser qué un hombre de tu valor, ahora fuese un número más, una estadística para el índice de mortalidad. Un ciudadano menos. Un cuerpo más en Bello Monte. Y la maldije, Héctor, a nuestra querida, la maldije. Porque mientras tú eras impactado por tres balas, que no te pertenecían en aquella unidad, ella no hacía más que mojarme con su lluvia de dolor. El presente desaparecía ante nuestros ojos, el futuro era una bruma borrosa.

            Dejar de ser sus amantes para ser sus víctimas, en eso nos transformó nuestra amada. Sí, nuestra amada ciudad. Ya no me enamoro, Héctor. Ahora solo tengo amantes de paso, me resisto a querer a otra ciudad que no sea Caracas. Caracas, nuestra eterna Caracas.

           Soy un forastero triste, un exiliado, desterrado de mi propia tierra y cómo duele. A veces Madrid, a veces Buenos Aires o Londres. Hermosas todas, es verdad, pero ninguna como ella. Soy prófugo de la memoria, los años han pasado, y yo me sigo enfrentando al olvido. Es curioso, ¿sabes? Solo el olvido sostiene, o al menos eso dice la escritora Gisela Kozak Rovero.



                                                                                                               Elvianys Andrea Díaz 



miércoles, 13 de agosto de 2014

Inocentes

A la maestra de las letras y señora de la literatura


Me quedé parada unos segundos en la acera y, después de evaluar la situación, decidí. Tenía ropa deportiva porque había salido a comprar una tarjeta telefónica en la panadería, las máquinas que quería usar estaban libres, y además había varias personas en el lugar, a pesar de que había oscurecido. Se daban, pues, las condiciones para que pudiera ejercitarme un rato.

Estiré el cuerpo y me dispuse a mover las piernas en la bicicleta. Quería relajarme, despejar la mente y olvidar las responsabilidades por un momento. Sin embargo, me fue difícil hacerlo de inmediato: mis músculos se relajaban con los movimientos, pero mi cerebro seguía haciendo un inventario de las cosas que debía hacer. El bendito trabajo de economía no salía de mi cabeza. Me quejé mentalmente de mis responsabilidades académicas y concluí que eran demasiadas, lo cual hizo que acelerara el paso en la máquina. En ese instante vi a una chica que venía montando a duras penas una patineta: perdía el equilibrio, se tambaleaba, y casi se cae. Pero esto en vez de molestarle, le causaba gracia. Escuché sus carcajadas ruidosas y sinceras. Esto último fue quizás lo que hizo que sonriera a medias. A su lado venían dos muchachos: uno corriendo, otro caminando, ambos riendo.

Dejé de prestarle atención al asunto y fijé la vista en el bombillo del poste que tenía en frente, y al fin pude abstraerme de todo por un momento. Me quedé con la mente en blanco, sin pensar en nada, el cuerpo se movía por inercia. No sabía dónde estaba, hasta que un “¿Siempre vienes para acá?” me regresó a la realidad. “A veces bajo”, respondí y le sonreí a la niña. Viéndola de cerca, me di cuenta de que era menor de lo que pensé.  Al parecer, había decidido dejar de sufrir en la patineta e intentar hacer algo en la otra bicicleta estática que estaba a mi lado.

             ¿Y esta máquina para qué sirve?

            Hice un leve gesto de extrañeza ante la pregunta y sonriendo le contesté:

            Para tonificar los músculos de las piernas.

                Se sorprendió  y luego se dirigió a los muchachos que la acompañaban:

             ¿Vieron? Ella sí sabe de estás cosas.

              El comentario me causó gracia y curiosidad. Me pareció raro que mi respuesta la haya impresionado y pude advertir así su cierto grado de inocencia ante la vida. Será que le pareció interesante lo de la tonificación, me dije. Para mí es poco común conseguir en las calles de esta ciudad a  personas así: que reparen en un pequeño detalle.  Bueno, es una niña.  Los infantes siempre ven las cosas de otro modo, concluí. Y no sé si fue eso u otro factor lo que le llamo la atención, pero lo cierto es que quiso seguir conversando conmigo.
           
             ¿Y cuántos años tienes?  interrogó.

             Tengo 22 ¿y tú?

              Abrió la boca y los ojos considerablemente y sin cerrar estos últimos, afirmó:

            ¿En serio? No parece. Aparentas como 18.

            Ja ja ja, qué bueno –respondí.

            Yo tengo 16.

               Esta vez la sorprendida fui yo. De verdad no parecía tener esa edad. Le calculaba 13 o 14 años como máximo. Se lo hice saber y me sonrió.

            ¿Y qué haces, estudias, trabajas? –prosiguió con las preguntas.

            Estudio en la universidad.

      Guao ¡más fino! Eso debe ser chévere –dijo, mientras miraba al cielo, como imaginándose ser parte del alma máter.

Una gota hizo que bajara el rostro y al yo subir el mío, pude ver la cantidad de nubes que presagiaban el chaparrón. Sin embargo, seguí en la máquina. No me importaba mojarme. Ella también se quedó y de vez en cuando noté que me miraba como quien ve detenidamente a su artista favorito sonriendo desde alguna valla publicitaria en la calle. El agua comenzó a caer y, por primera vez, me fijé con detalle en los chicos que acompañaban a la niña. Uno tenía aproximadamente la edad de ella y montaba la patineta con destreza. Al otro  no pude verlo muy bien, porque estaba lejos y la oscuridad lo cubría. Sin embargo, noté que era más grande. Llevaba un bulto colgado hacia adelante, al cual abrazaba como si cuidara algo, y estaba sentado en un muro.

           La lluvia hizo que las personas que quedaban se fueran del lugar y que los chicos corrieran a refugiarse en una especie de toldo que había en la esquina. Pero en ella provocó todo lo contrario. Se bajo de la máquina, se paró en la grama, miró hacia arriba, dejó que las gotas cayeran en su rostro y comenzó a dar vueltas, acompañadas de pequeños brincos. Me miró riendo y acepté la invitación. Llegué a donde estaba y abriendo los brazos,  dejé que el agua tocara mi cuerpo. La lluvia arreció junto con los ánimos. Comencé a jugar, a dar vueltas en puntillas en una especie de ballet mal ejecutado y un “¡Uhhh!” salió desde lo más profundo de mis entrañas, como si con aquel grito me liberara de alguna atadura. Ella también disfrutaba bailando un estilo de danza parecido al mío, al tiempo que hundía los pies en los pozos de barro que comenzaban a formarse. Yo había olvidado todo, hasta que en ese momento recordé mis tareas y mis deberes, pero ya no me pesaban. La vi reír con ganas y pensé que qué bien era ser así: libre, inocente y sin preocupaciones. Me sentí bien por haber disfrutado de mi niñez.

Nos mojamos hasta que escampó y, cuando ya no vimos caer más gotas, comenzamos a caminar hacia el toldo. “¡Qué fino estuvo!, comentó ella, mientras exprimía su cabello. “Súper”, respondí, entretanto hacia lo propio con mi camisa. Debajo del techo, los muchachos esperaban y se burlaban al vernos mojadas. Nos miraban y movían la cabeza de una lado a otro en un gesto de negación que lo que deseaba comunicar más bien era algo como “Qué horror” o “Están locas” o  las dos cosas.

Nos terminamos de acercar y el chico del bulto se levantó para cederme el puesto, permitiéndome ver qué era aquello que cargaba con tanto cuidado. Observé fijamente y sentí como  un aire frío, que no tenía nada que ver con el hecho de que estuviera mojada de pies a cabeza, me recorrió el cuerpo y el pensamiento. Ella pareció advertir mi sorpresa. “Vine a hacer ejercicio, porque después de que tuve a mi hija siento que quedé muy gorda”, dijo, mientras me veía con la misma expresión de idolatría de las veces anteriores. No respondí nada, sino que dirigí mi vista a aquel marsupio artificial de donde sobresalían un par de ojos de mirada verdaderamente inocente, tan inocente como me sentí en ese instante, que me miraban fijamente.

                                                       
                                                                                                 Claudia Hernández