sábado, 27 de septiembre de 2014

PARADOJAS

Son los seres de la oscuridad
que cada noche se despojan de su
piel diurna para deslizarse
por el asfalto capitalino
CARLOS VILLARINO

A mi cómplice favorita


         —¡Acepto!

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        El pasado no existe y menos cuando guarda sabor a fracaso. Es amargo sentirse el perdedor de una contienda, sobre todo cuando ésta guarda relación con algo tan imprescindible en nuestra cultura falocéntrica: la virilidad. Eduardo y su figura de macho bravío habían caído, literalmente, ante los encantos de la seductora piel de Milagros, que había resultado todo lo contrario a su nombre. El destino a veces puede ser cruel y paradójico.

      Ella, una dama de la noche, y él un jeque de ciudad. Porque ante el culto a la nocturnidad las corbatas más elegantes se deslizan como guantes de seda. Somos seres de la noche. Un enérgico compendio de oscuridades y sombras que se mezclan, y se adhieren a la piel de quienes se embarcan en los deliciosos peligros de pertenecerle al éxtasis y al placer de lo prohibido.

          Quizás su mayor error fue toparse con la mujer equivocada. La madrugada se hizo eterna entre la peligrosa amalgama de licor, polvos y deseo. Él la miraba con una inmoralidad turbia de pasión fogoza que nada tenía que ver con su perfil de empresario respetable. La cultura y sus años en la Princeton University se perdían a mil años luz ante la figura de buena hembra de senos firmes, sabrosos y bronceados de Milagros. Ella por su parte se olvidaba del pudor y sus caderas se movían al ritmo de una danza perversa y macabra capaz de engatusar hasta al sacerdote más fiel. “La mujer es el demonio”, dice el refrán popular.

            Era difícil no perder la cabeza ante aquel mujerón. Por lo tanto era comprensible que Eduardo perdiera la cordura, aún estando consciente de que mañana sería su matrimonio. Arreglado, claro está, como todo en su vida. Su compromiso con Isabella era todo un anhelo. Refinada, educada en los mejores colegios de la ciudad, de tez blanca y perfecta. Cursa el séptimo semestre de Estudios Políticos en la UCV, es una oradora impecable, no hay quien le gane en un debate. La muchacha escribe unos artículos de opinión arrechísimos, pero tiene dos secretos. El primero tiene que ver con su padre. El segundo con Antonio Arismendi, su profesor de cátedra, un cronista brillante oriundo de Mérida, que tiene un verbo implacable y, según ella, “escribe cómo los dioses”. Aunque todos saben que esa carrera es un “mientras tanto”, porque cuando se case con Eduardo la tendrá que abandonar. Él no va a permitir que la mujer que lo debe representar ande por allí en jeans y guayaberas gritando consignas en nombre de los menos favorecidos. ¿Qué vaina era esa del feminismo? ¿Qué carajos era ese interés de luchar por los derechos humanos? ¿Matrimonio igualitario para las minorías sexuales? “¡No me vengas con pajas, chica. Marico no es gente!”, solía decirle él cuando tenía unos whiskycitos encima. Y ella se molestaba, porque tenía un carácter que Dios se lo bendiga, y lo dejaba solo. Ya estaba cansada de explicarle, con los mejores argumentos, su compromiso de lucha social. Entonces él compraba un camión de rosas, y se aparecía en la universidad vistiendo una franelita con un árbol que decía: “Salvemos al mundo”, y ella se iba con él tan sólo por evitar que la siguiera avergonzando.

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            —Chamita, ¿entonces te casas mañana?

            —Sí, profe.

        —Coño... Y me disculpas el francés, pero ese tipo que escogiste es un pendejo, muchacha... Tú te mereces...

            —No, profesor, no me diga lo que merezco porque usted sabe que...


            Isabella sabía que a su brillante y admirado profesor le pesaba demasiado la brecha de veinte años que los separaba. “Veinte años no son nada”, dice un tango. Lo que comenzó cómo la más inocente de las admiraciones académicas se había transformado en un sentimiento distinto. Y él, hombre al fin, lo tenía claro. Su experiencia y la mirada vibrante de ella confirmaban el diagnóstico. Para él aquello no era nuevo, todo lo contrario. Sin embargo, con Isabella le pasaba otra cosa, no conseguía serle indiferente, le correspondía en la presencia del sentimiento. Pero se frenaba, porque era un tipo correcto, porque ella era su alumna, porque la edad se imponía, porque en casa lo esperaba una compañera de años, y ella tenía un novio, un completo imbécil, pero era su novio. Y Antonio era demasiado ético cómo para correr el riesgo, cómo para perder la cabeza, cómo para echarse esa vaina encima. Por eso, su romance intelectual no pasaba de eso. Aunque una vez, estando en su oficina, en el departamento de la Escuela, ella lo besó. Fue un beso dulce, casto e inocentón que les quemó la boca. Bendito sea el roce de aquellos labios rosados y sensibles sobre los suyos tan ávidos de ella. Entonces la envolvió en un abrazo, y sus labios se volvieron a juntar. Y se besaron sin pudor, con la torpeza de unos quinceañeros. Se besaron con la rabia de sus años y el tiempo se detuvo. Pero de allí no pasó, y juraron que nada había ocurrido.

             —Antonio, a mí no me importa si esto no es correcto. ¿Sabes que es correcto? Que yo te adoro...

                —Chamita, yo te quiero -interrumpió él. Pero esto no puede ser, perdóname.

             Aquello bastó para que ella no lo olvidara. El placer de la sabiduría en sus labios sedientos permanecía como un tatuaje. Nada que ver con los besos fríos y mojigatos de Eduardo, su novio.


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             —Eduardo...Tengo algo que decirte -susurró Milagros en plena faena amorosa. 

             —Dime, mamacita murmuraba él, mientras la embestía una y otra vez.

           Sus pieles sudorosas de pasión; con aroma a sexo salvaje se rozaban ferozmente. Él ardía, mientras ella estallaba por dentro...


            Sin embargo, aquella confesión hizo las veces de un eficaz coito interruptus. El tono mordaz y cínico, la manera perversa de mover la boca al pronunciar cada palabra. No, no hubo anestesia en aquella revelación que carecía del sentimentalismo que caracteriza a ese tipo de noticias. Él se puso pálido, la erección se desmoronó, y el miembro regresó a su estado pasivo. Se le secó la garganta, lo que le provocó tos. Los ojos se le irritaron y enrojecieron. Estuvo a punto de llorar. O quizás fue la mezcla del escocés con las otras sustancias lo que generó tal reacción. No tuvo tiempo de pensar demasiado. Cayó derribado sobre los pechos de ella. El repique del celular lo sacó de su estado de trance.

           —¡Aló! dijo Eduardo, todavía aturdido.

          —Eduardo, yo no te amo -indicó una voz aplomada del otro lado del teléfono.

           —Pero a tu padre y a su empresa sí -aseveró él.

          Colgó la llamada y desterró de su mente el ataque de sinceridad de su futura esposa. A cómo diera lugar esa boda, su boda, se llevaría a cabo. El acuerdo se realizó hace un año, cuando ella cumplió sus veinte primaveras y su actual suegro le solicitó un préstamo para su empresa quebrada.


  —Tienes que abortar -dijo con un tono inexpresivo, recuperando la conciencia, mientras dirijía una mirada implacable hacia Milagros.

        —No voy a hacer esa vaina... No de nuevo, chico.

        —¡Maldita, puta! Claro que lo harás.

        —¡Pero no podemos matar a nuestro hijo!

       —No me vengas con lecciones de moralidad. Además, seguro esa barriga no es mía -gritó Eduardo, mientras se bajaba de la cama y se ponía el pantalón.

         — No te puedes casar, Eduardo, estoy embarazada de ti - aseveró Milagros.

     —Si tú mujer se entera te botará. Es más, si te empeñas en casarte, mañana me aparezco en la iglesia y suelto la bomba -decía ella, mientras se acariciaba el vientre sudado y desnudo, que hace menos de veinte minutos él besaba, mordía y lamía sin decoro.

        —¿Me estás amenazando, zorra? -interrogó Eduardo, con los ojos ardientes, mientras le sostenía con fuerza la muñeca.

          —¡Ay!, me estás haciendo daño, animal -gimió ella. No importa lo que digas, mañana todos sabrán que la futura madre de tu hijo soy yo.


                A Eduardo se le puso turbia la mirada. La sujetó, una vez más, de la muñeca. Y le atisbó un puñetazo certero al rostro.

           —!No, por favor, Eduardo, no! -suplicaba Milagros, mientras él sostenía con la otra mano una almohada.

              —Ahhhhhhhhh

            Fue lo último que se escuchó la suite 429, de aquel hotel ubicado en una calle de Chacaíto.

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           —¿Y cómo estuvo la despedida de soltero? -preguntó el sonriente padrino de dientes blaquísimos.

               —No hubo, bro -respondió Eduardo

               —¿Y esa cara de trasnocho, picarón?

               —La que debe tener todo el que va al matadero, quiero decir, al altar.

               —Marico, pero yo te mandé a la de siempre...

                —¡Te dije que no hubo despedida, carajo! -gritó Eduardo con violencia.


                La flamante novia de tez blanca y cara de llovizna, no tardó en llegar del brazo de su padre. Y se cumplió, cómo si se tratara de un guión bien ensayado, todo el protocolo de la boda. Hasta que, estando los novios frente al altar, el cura les formuló la pregunta definitiva:


            Mientras tanto, sentado en la ultima fila de la iglesia, uno de los invitados, el profesor Arismendi, lee con disgusto la primera página de La Voz: “Hallan sin vida a mujer en un hotel de Caracas”. La causa de la muerte fue asfixia, y las autoridades manejan la hipótesis de un crimen pasional. Mientras lee la noticia recuerda sus famosas crónicas policiales y carcelarias, y sonríe a medias. Luego recuerda para qué está allí y la expresión de disgusto regresa. Está a punto de olvidar su ateísmo y ofrecerle una velita al Santo que sea para que su chamita no se case.

               —¡Acepto! responde el acelerado novio, con los ojos rojos.

          Es el turno de Isabella, todas las miradas están puestas sobre ella. Su boca se mueve, gesticula, está a punto de emitir la esperada respuesta. Sin embargo, el sonido de una sirena de policía, que proviene de la parte de afuera de la iglesia, no permite que su voz sea escuchada.





Elvianys Andrea Díaz