La bicicleta
es
un vehículo movido por el deseo,
cuyo
motor son los sueños.
ELOY
TIZÓN
A
Ana Julia
Los nervios,
los nervios. ¡Ay! Los benditos nervios que produce toda primera vez.
El corazón se acelera, en el estómago bailan mariposas. Una rara,
pero seductora, sensación de vértigo se apodera de todo el cuerpo. Sin embargo, esos nervios podían resultar gratificantes y esa era una
sensación que Salvador conocía muy bien.
Recuerda,
con especial ilusión, aquella primera vez en la que sus pies se
elevaron del suelo. Se sintió completa y absolutamente libre. Pero qué niño de cinco años no se siente el ser más libre
del mundo. Salvador creció siendo libre, con los ojos abiertos, y
también con los ojos cerrados. Se hizo escritor y con el lenguaje
superó las limitaciones que trae consigo la existencia misma. Se
ocupó de crear nuevas realidades a través de magistrales descripciones cinematográficas y sutiles coqueteos con la ficción. Sin embargo, hubo algo que jamás pudo narrar en sus relatos. Es que todas las
palabras le parecían superfluas ante aquella inexplicable e
indescriptible sensación de libertad plena y absoluta de su niñez montado en aquel particular vehículo.
Intentó
describirla de muchas formas. De manera sistemática, indicando que
su máquina de ensueño tenía dos ruedas, dispuestas en línea y
diametralmente iguales; un par de pedales dispuestos uno del lado
derecho y el otro del lado izquierdo, simétricamente alineados; un
manubrio, para dirigir el velocípedo; un asiento sobre el cual
reposará cuerpo del conductor; una cadena metálica que hará
las veces motor y, por su puesto, una carrocería, en este caso un
cuadro metálico, sobre la cual irán engranados y dispuestos los
elementos mencionados con anterioridad. Las había de distintos
tamaños y colores; con características especiales para los
distintos tipos de terrenos. El equilibrio era un elemento clave que se adquiría con la experiencia (después de algunas caídas), y el movimiento de los pies sobre los
pedales debía ser constante para poder obtener velocidad.
Sus intentos de plasmar en el papel aquella experiencia eran totalmente inútiles. La narrativa le estaba fallando. La verdad sea dicha, era él quien le fallaba a ella. Y en esas horas de desvelo entre el bloqueo y el papel en blanco, el escritor comenzaba a cuestionarse severamente la profesión que había escogido. Entonces cerraba los
ojos, se aferraba a las sensaciones, y se transportaba a su infancia, y se volvía etéreo, recordando las horas en su bici. Pero los prejuicios de la edad son como la realidad, siempre se imponen. Si bien los años le habían traído experiencias y nuevos conocimientos, la ciudad, las colas kilométricas, la
rutina, el gobierno, las dificultades, la contaminación, los
conflictos con las editoriales, la economía, la inflación, las
noticias, la inseguridad, las responsabilidades, se habían instalado cómo obstáculos en aquella travesía que quería emprender. Qué difícil resultaba ser
libre. Que utópica se volvía su preciada emancipación. En definitiva, ya no
era el ser autodeterminado, aunque nervioso, que se subió aquella
tarde de agosto a su primera bicicleta, naranja y pequeña, cómo
él, con las ruedas que parecían un arcoíris. Su padre lo miraba entre orgulloso y preocupado. Pero la insistencia y la determinación del infante en no
usar más las rueditas de apoyo, influyeron en la decisión del papá de permitirle a su chamo manejar el vehículo a su
voluntad. Y así, asustado, pero emocionado, Salvador, puso a andar su
bici en el Parque del Este. Con el Ávila, imponente y majestuoso de
fondo, mientras que la brisa fresca caraqueña acariciaba sus mejillas
rosadas y rechonchas. Y mientras crecía descubría que a la velocidad del pedal el parque, el Ávila y su ciudad podían verse más bonitos.
Pero los
años han pasado, porque el calendario siempre parece ir con prisas.
Y ante su incapacidad de plasmar aquellos recuerdos, el
escritor salió de su casa un domingo de mayo. Regresó al
mismo parque de años atrás, —que ahora tiene un nombre distinto, pero él sigue llamando igual—, y sonrió con nostalgia al descubrir
que no era el único que había envejecido. Con los mismos
nervios de la infancia, —porque tenía años sin manejar— y el corazón acelerado, pero con la mirada
aplomada y la seguridad de que lo que bien se aprende jamás se olvida, puso un pie sobre cada pedal, comenzó a mover las piernas y le dio paso a la velocidad. Confirmó, una vez más, la preciada
sensación de libertad. Era verdad, su ciudad, al pedal, era mucho
más hermosa. Sin embargo, en esta ocasión, la felicidad duró poco.
Su emancipación se vio interrumpida y frustrada por unos gritos.
El hombre cae al suelo y pega la frente contra el piso, tiene sesenta años, está sufriendo un paro cardiorespiratorio. Algunos deportistas que se encontraban en el parque, intentan practicarle los primeros auxilios, pero no cuentan con el equipo necesario y el hombre, inevitablemente, muere ante los ojos curiosos de los que allí se encontraban. Alguien llamó una ambulancia, pero ésta tardó treinta minutos en llegar y no contaban con el equipo de reanimación para revivirlo. La fatalidad se imponía. Qué ciertos resultaban en aquel momento aquellos versos que rezan que "La muerte muy segura en su victoria, suele darnos una vida de ventaja".
Salvador estaba pálido y no salía de su estado de impresión."No hay ficción que supere a la realidad", pensó, mientras se hacía la señal de la cruz. Sin embargo, no hubo tiempo de regresar a la calma. Se escucharon gritos nuevamente, ésta vez venían del estacionamiento, unas chicas manifestaban que sus vehículos habían sido abiertos, y se habían robado sus artículos y ropa deportiva...
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El hombre cae al suelo y pega la frente contra el piso, tiene sesenta años, está sufriendo un paro cardiorespiratorio. Algunos deportistas que se encontraban en el parque, intentan practicarle los primeros auxilios, pero no cuentan con el equipo necesario y el hombre, inevitablemente, muere ante los ojos curiosos de los que allí se encontraban. Alguien llamó una ambulancia, pero ésta tardó treinta minutos en llegar y no contaban con el equipo de reanimación para revivirlo. La fatalidad se imponía. Qué ciertos resultaban en aquel momento aquellos versos que rezan que "La muerte muy segura en su victoria, suele darnos una vida de ventaja".
Salvador estaba pálido y no salía de su estado de impresión."No hay ficción que supere a la realidad", pensó, mientras se hacía la señal de la cruz. Sin embargo, no hubo tiempo de regresar a la calma. Se escucharon gritos nuevamente, ésta vez venían del estacionamiento, unas chicas manifestaban que sus vehículos habían sido abiertos, y se habían robado sus artículos y ropa deportiva...
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Salvador
llega a casa consternado, abrumado. Se debate entre la realidad y el deseo, toma un libro de su biblioteca, marcado en la página 121, y lee en voz alta una frase de la escritora Gisela Kozak Rovero:
Libre es
quien todo lo tiene
y a todo
renuncia
y a todo
vuelve.
Él
sabe perfectamente que sólo a través de la literatura puede regresar a su infancia libre, pero es consciente de que, cómo decía su admirado Cortázar,
también es una de las muchas formas de participar en los procesos
históricos de un país. Sabe perfectamente que mediante la narrativa puede relatar la "realidad". Entonces, con la convicción que lo
caracteriza, encendió su computadora, abrió un documento en blanco y escribió en la primera línea:
Crónicas
de una ciudad al pedal...
Elvianys Andrea Díaz
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