Volteé la hoja para continuar con el ejercicio. Uno de mis compañeros se levantó de su asiento y comenzó a leer en voz alta, mientras el resto del curso seguíamos las líneas leyendo mentalmente:
“No sé si fue mi sangre, pero un momento después había una revolución de tiburones alrededor de la balsa. Nunca había visto tantos. Nunca los había visto dar muestra de semejante ferocidad. Saltaban como delfines, persiguiendo, devorando peces junto a la borda. Atemorizado me senté en el interior de la balsa y me puse a contemplar la masacre.
La cosa ocurrió tan violentamente que no me di cuenta en qué momento el tiburón saltó fuera del agua, dio un fuerte coletazo, y la balsa, tambaleando se hundió en la espuma brillante. En medio del resplandor del maretazo que estalló contra la borda alcancé a ver un relámpago metálico. Instintivamente, agarré un remo y me puse a descargar el golpe de muerte: estaba seguro de que el tiburón se había metido en la balsa. Pero en un instante vi la aleta enorme que sobresalía por la borda y me di cuenta de lo que había pasado. Perseguido por el tiburón, un pez brillante y verde, como de medio metro de longitud, había saltado dentro de la balsa. Con todas mis fuerzas descargué el primer golpe de remo en su cabeza.
No es fácil dar muerte a un pez dentro de una balsa. A cada golpe la embarcación tambaleaba: amenazaba con dar vuelta de campana. El momento era tremendamente peligroso. Necesitaba de todas mis fuerzas y toda mi lucidez. Si descargaba los golpes alocadamente la balsa podía voltearse. Yo habría caído en un agua de tiburones hambrientos. Pero si no golpeaba con precisión se me escapaba la presa. Estaba entre la vida o la muerte. O caía entre las fauces de los tiburones, o tenía cuatro libras de pescado fresco para saciar mi hambre de siete días”.
—¿Qué ven allí? ¿Qué predomina en esa narración? –preguntó la profe.
Al ver que nadie respondía o que quienes decían algo lo hacían en voz baja para que ella no los escuchara, agregó:
—Es una narración dinámica que sugiere acción y movimiento. Una lee y siente el temblor de la balsa, el terror del naufrago a ser devorado por los tiburones. Una cierra los ojos y la imagen de ese hombre con aquel coraje, causado por la desesperación y las condiciones extremas en las que había vivido los últimos días, pasan por la mente como si fuera una película. ¿Verdad?
—Sííí –respondimos los que atendíamos a su explicación.
Todos estuvimos de acuerdo. Subrayamos los verbos del párrafo y continuamos leyendo los demás fragmentos. Yo quedé fascinada, porque lo que percibí como lectora no se trató de una sensación superficial cualquiera. En realidad ese fragmento sí me había sugerido y sumergido en la acción. De verdad entendía perfectamente a qué se refería la profesora, porque efectivamente sentí el tambaleo de la balsa por unos segundos y compartí la vaga esperanza del naufrago al ver en el pez una remota posibilidad de sobrevivir. De inmediato me dije “Este efecto sólo lo produce un grande, un gran escritor”.
Seguimos con el ejercicio y nos encontramos de nuevo con su pluma. Esta vez se trataba de un fragmento de ¿Quién le cree a Janet Cooke?
Este párrafo tuvo cierta ventaja sobre el otro. La profesora decidió leerlo y eso implicó de manera automática algunas diferencias. La lectura en voz alta de quien sabe qué enfatizar, en qué momento hacer pausas y cuándo cambiar la entonación, produce un efecto distinto en el oyente: justo el que el escritor desea causar cuando crea el texto. Haciendo aquel gesto favorito que era como su sello estilístico, un semicírculo en el aire con la mano derecha, que permitía que se apreciaran sus largas uñas pintadas, comenzó:
“Lo malo es que en periodismo un solo dato falso desvirtúa sin remedio a los otros datos verídicos. En la ficción, en cambio, un solo dato real bien usado puede volver verídicas a las criaturas más fantásticas. La norma tiene injusticias de ambos lados: en periodismo hay que apegarse a la verdad aunque nadie la crea, y en cambio en literatura se puede inventar todo, siempre que el autor sea capaz de hacerlo creer como si fuera cierto. Hay recursos intercambiables. Si un escritor dice que vio volar un rebaño de elefantes, no habrá nadie que se lo crea porque el buen periodismo le ha hecho creer al mundo que los elefantes no vuelan”.
Fue pertinente y satisfactorio. Agradable y oportuno: una revelación. Logré entender completamente en unos minutos algo que me había costado internalizar del todo en el semestre anterior. Con esa sola lectura, al fin pude saber exactamente en qué consistía eso de argumentar.
Naturalmente no me conformé con esas lecturas y busqué más. Entonces tuve la dicha de apreciar varias de sus obras. De vivir minutos de agonía, angustia y desespero con la aventura completa del naufrago. Sintiendo el calor del sol que le destruía la piel, aunque yo estaba bajo el techo de mi cuarto, y compartiendo el cansancio tras cada brazada que daba para llegar a tierra, a pesar de que estaba acostada en mi cama. No fue menos grato entrar al mundo lascivo y promiscuo de Relato de mis putas tristes, y creerme en algún momento que todo en la vida comienza y acaba en el sexo. Agradable fue también creerme completamente uno de sus clásicos más conocidos, una historia contada con un manejo impecable de los saltos en la linealidad temporal. Un relato que a pesar de que, como afirma uno de sus personajes, carece de todos los requisitos para ser una historia verosímil literariamente hablando, convence precisamente por ser tan absurda y confusa como lo es la vida misma en ocasiones. En ocasiones en donde todo indica un rumbo, donde todo es como la Crónica de una muerte anunciada. Y, sin embargo, la gente no evita que se cumpla el anuncio. Debe ser por eso que el título de este relato se ha convertido en una cita y referencia automática cuando estoy frente a una situación ilógica que ha dado previamente todos los indicios de serlo. En referencia se convirtió de igual manera ese gesto que Gabriel tuvo con esta tierra creadora de literatos como él, esta que es amor y dolor a la vez, alegría y tragedia simultáneamente: América Latina. La soledad de América Latina, discurso que emitió al recibir el mayor de sus premios literarios por Cien años de soledad, es un flechazo de oro (un discurso contundente y directo, pues) por ser el clamor y las exigencias de casi todo un continente; planteados de manera magistral a través de la narración, las referencias históricas y las comparaciones. Todo esto acompañado de los infaltables recursos estéticos. Pero que no deja de ser un mensaje claro y explícito en donde todo latinoamericano se ve inevitablemente reflejado al leerlo. Curiosidad, sorpresa, desesperación, expectativa, reflexiones y sobre todo, una sonrisa llena de satisfacción, son las consecuencias y los efectos que se han desprendido de la lectura de estas y otras obras de García Márquez
Me contenta poder afirmar ( me atrevo a hacerlo) que Gabo no se fue, sino que se quedó vivo en todas esas páginas, en esas ideas plasmadas y transmitidas, en todas esas almas que, como afirmaba con toda razón, estaban ansiosas de leer mensajes en lengua castellana. El mensaje quedó claro para los que nos dedicamos a esto de expresar ideas por escrito. Quedó claro porque sus mensajes fueron un ejemplo de cómo deben ser esos textos anhelados por las almas.
La muerte es un destino inexorable del ser humano. A veces llega primero a unos que a otros y en circunstancias distintas. Pero llega y no eso está sujeto a cambios. No obstante, el antónimo, la contraparte de ese destino, sí es susceptible de ser cambiada, manejada y controlada parcialmente. La vida sí está sujeta a cambios. De hecho ese es el factor que la define.
El hombre decide en gran parte cómo llevar su vida, qué decir, qué hacer, qué aportar, a cuáles cambios someterse, cuáles proponer y promover. El hombre que, en su paso por este mundo, decide dedicarse a algo, poner todas sus energías para ser bueno en ello y desde allí actuar con firmeza para colaborar con la humanidad, se inmortaliza. El Gabo decidió ser escritor y aportar desde y hacia el periodismo, la literatura y la cultura. Murió su cuerpo, esa máquina a través de la cual operó, pero Gabriel García Márquez está vivo en cada taller de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano, en la persona (muchas personas) que disfruta, aprende y/o se motiva a poner en práctica alguna buena acción cuando lee alguna de sus obras: en todo su legado.
Ahora estoy en un aula de nuevo. Es otra clase, otra profesora, otro grupo, otro año, es otro compañero el que lee, yo soy otra. Ya no leemos con la finalidad de hacer un ejercicio que permita comprender mejor el contenido de una lección específica de la materia. Aunque la verdad sí estábamos haciendo unos ejercicios de igual o mayor importancia: reflexionar, pensar y analizar. El compañero leía, con una dicción casi perfecta, el texto proyectado en la pared por el video beam, y yo seguía la lectura desde el monitor de la computadora que tenia en frente. Se trataba de Periodismo: el mejor oficio del mundo. A pesar de que ya conocía el contenido del discurso, mientras iba leyendo y escuchando al mismo tiempo, descubría ideas nuevas que me hacían pensar en la nobleza, los riesgos y los sacrificios que implica ese oficio. Un final fulminante me dejaba un mensaje preciso: “Nadie que no lo haya vivido puede concebir siquiera lo que es el palpito de la noticia, el orgasmo de la primicia, la demolición moral de fracaso. Nadie que no haya nacido para eso y esté dispuesto a morir por eso podría persistir en un oficio tan incomprensible y voraz, cuya obra de acaba después de cada noticia, como si fuera para siempre, y no concede un instante de paz mientras no vuelve a empezar con más ardor que nunca en el minuto siguiente”.
Asentí con la cabeza, y del mismo modo como comprendí en segundos con aquel fragmento del pasado lo que no había asimilado en seis meses, entendí, con mayor claridad, por qué estaba en ese salón. Gracias por todo, Gabo.
Claudia
Hernández