Cómplices


Amor que mata

          
 Ella nunca estuvo muy bien de la cabeza. Me consta. Y no sólo a mí, sino a mi difunto amigo. Él estuvo enamorado de ella hasta  la muerte, que irónicamente parecía ser la amante secreta de ella. Al final de todo, no quedaba más que  escuchar las suposiciones de cada persona cercana a ellos para tratar de entender qué ocurrió.


           Al parecer ellos se amaban a desmedida, pero las conductas sadomasoquistas en sus relaciones sexuales no los ayudaban mucho. Ciertamente, él siempre cargaba un moretón nuevo y constantemente estaba agobiado por  el dolor, no sólo físico, sino mental. Ni hablar de cuando lo llevamos a rumbear sin el permiso de ella. Fue la primera vez que lo vi tan sonriente tras tantos años de matrimonio (nueve para ser exactos) y vida con esa mujer, pero también fue la primera y única vez que estuve frente a un amigo al que le pegaba su mujer.

           Esa última noche nadie la sabe contar con exactitud. Seguramente para los policías está siendo un problema resolver este caso, en el que hay muchos testigos, pero nadie maneja la información correcta. Es muy confuso. Al igual que Sócrates, un vecino (muy mirón por cierto) que les dice a los investigadores: “Yo solo sé que no sé nada”.

           Por lo que se escucha entre todo el cuchicheo de las mujeres y algunos caballeros del funeral, la es culpa de ella, quien  sólo lloraba para disimular su gusto por la muerte de su esposo. La gente es muy cruel y cuando creen conocer a alguien, son aún peores, porque sienten que pueden criticar a diestra y siniestra.


           Ellos eran muy felices, es todo lo que sé. Y su trágico final no debería ser tildado de homicidio involuntario, sino de suicidio involuntario, ¿quién le mandó a casarse con ella? Con una mujer que come plástico y que él por complacerla se atragantó con una bola del mismo, proveniente de un consolador usado.

                
                                                                                                                    Anónimo
Hoy y siempre, muy señora mía
  

    Marilala, siento que te necesito, cómplice de mi imaginación.  Como tú no hay otra. Te quiero hoy y siempre, lejos o cerca, me une el vernos en Maracaibo, bajo un inexpugnable anonimato, frente al relámpago del Catatumbo, donde nos daremos un beso eterno.

Tú que me conoces tanto, y yo que no me canso de soñarte. Déjame recorrer tu espalda en una cruzada por el romance, donde el deseo o las ganas de ver estrellas de color rosa determinen hasta dónde puedo llegar.

Eres una sombra que siempre me mirara, me juzgara e influirá en todo lo que haga, en lo que escriba y en mi vida sentimental. Nadie se me ha parecido a ti, a lo que tú generas, a lo que tú transmites. No tengo consuelo, no encuentro manera de olvidarte.

Cierro estas breves líneas dejando constancia de mi amor por ti. No me olvides, tengo miedo de vivir bajo la incertidumbre de no saber lo que es estar contigo, envidio absolutamente a todo el que te pretenda, ninguno es suficiente para lo que tú implicas.

Soy un egoísta si de ti se trata, la libertad sin ley es anarquía, y me da miedo los lobos que te desean. Sin ti soy tan pobre que solo tengo dinero. No hay  un “te amo” que se compare con uno que tu pronuncies. No me deje morir, señora del rayo.


                                                               
                                                                 Tomás Chitty

Carta a la arquitecto de mis pasiones


    Cómo están de moda las cartas, decidí escribirte una:

A ti, que eres blanca como las nubes, de cabello negro azabache, con una sonrisa pura en un rostro perfectamente armónico.  Algunas pecas cerca de unos ojos marrones que configuran una mirada sobria e intrigante.

Tu indiferencia trastoca mi homeostasis sentimental, mendigo un instante de tu atención.  Simplemente te alejas mientras que yo estoy dispuesto a entregarle mi libertad, mi rebeldía y hasta mi fe.

Cuando estoy cerca de ti no puedo ocultar mi interés.  Sin embargo, como dice el francés, yo quisiera que el “Le Premier Pas” fuera tuyo, aunque puedo jurar que eso jamás pasara. No me atrevo a nada, quisiera que me tomaras del brazo y me llevaras por las escaleras de tu vida a los rincones de tu  alma, donde yo viviría felizmente realizado.


En las noches me siento a pensarte y concluyo que soy un idiota, que sé que nunca te diré todo lo que realmente siento, pero debo intentar descifrar el ritmo de tu corazón,  alejar tus demonios y tomarte para siempre. Si soy Bolívar es porque tú eres y serás por siempre mi campaña admirable.

          

                                                                                                        Tomás Chitty

Todo el tiempo el amor



 

—Amor… y pensar que eso era lo que me mantuvo junto a ti todo este tiempo; y pensar que era tu argumento para justificar todas tus acciones –decía ella mirándolo fijamente a los ojos.

 Y esos ojos cafés que querían decirlo todo, clavados fijos en los de ella, no decían nada:

—Tranquilo, no es necesario que emitas palabra. Ya no necesito tus disculpas, tus promesas en vano, aquellos “no lo volveré hacer. Yo te amo” que perdían vigencia cada vez que tu puño tocaba mi cara. Ya no te creo.

Su boca entreabierta parecía querer decirle algo, pero ella lo tomó del mentón y seguía:

— ¡Calla! Esta vez hablaré yo. Por primera vez en siete años de casados me toca a mí desahogarme. Quién se iba a imaginar que un hombre con un semblante risueño, deleitable ante los ojos de cualquier mujer podría ser semejante monstruo; nadie pudo advertirme de ello. ¿Recuerdas la luna de miel? ¿Cuando aquel viejo verde se atrevió a tocarme el culo? No dijiste nada. Pero más tarde en la habitación me reprochaste, me acusaste de provocadora por usar ese vestido de playa que dejaba ver mis curvas. ¿Y cómo no pude darme cuenta que ese era el inicio de mi infelicidad? Amor. Todo el tiempo el amor.

 Hizo una pausa y, a pesar de todo, suspiró y lo miró con cierta ternura, apreciando como la brisa acariciaba su cabello negro.

—Me conociste siendo libre, soñadora y parlanchina. Me querías para ti solo, y la idea de un embarazo fue la excusa para que renunciara a mi trabajo y me dedicara a ti, a tu hijo y a tu casa. Domaste mis pasiones. Cuando no pudiste embarazarme empezaron tus frustraciones. Mis infinitos esfuerzos por consolarte, por hacerte saber que yo estaría contigo siempre te mortificaban aún más. Por cada prueba negativa, el sexo se convertía en una rutina asquerosa, dolorosa. ¿Y los golpes? Las cachetadas y puñetazos que me hicieron besar el suelo a causa de tu mente retorcida ¿Por amor? Todo el tiempo el amor.

 Él no decía nada, acaso como si no se atreviese o simplemente estaba atento a las palabras de su esposa. Ella subió a las rocas que con tanta fuerza golpeaba la marea. Desde allí podía verse parte del litoral. Con la mirada perdida, demente, concluyó:

— Sólo Dios y yo supimos lo mucho que te amé. Porque yo si te amé, tan inmenso como este mar, como este cielo, y tú nunca supiste verlo. ¡Pero esto se acabó, me cansé! ¡Me voy lejos y ya no puedes impedírmelo, no puedes perseguirme! Adiós.


Fue entonces cuando cayó. Él de verdad, no pudo ir tras ella... no pudo perseguirla porque su cuerpo fue hallado en su casa, en la capital, decapitado, y su cabeza, yacía entonces en lo más profundo del mar. Ella huyó. Con sus propias manos puso fin a ese yugo. Se había ido para siempre y, por fin, fue libre.

                                                                                                  Ambar Almenar

MalaBar


     El “MalaBar” era un sitio de esos, de los que casi nadie frecuenta. Un bar pequeño, con pocas mesas, una barra de madera casi podrida y ambientado por el hedor, el tufo de los baños pestilentes; un bar donde sólo va el borracho a comprar anís, o el viejo verde a beber cerveza barata con alguna carajita que, para su buena suerte, se vuelve mierda con dos vasos de vodka. Un bar donde raras veces puedes ver a personas como aquella mujer de la mesa de la esquina, junto al baño, a la que parece darle igual el olor, que bebe con tanta desdicha  una botella de Blue Label, carísima por demás. Para esas ocasiones, toco mi mejor repertorio. Al tocar “Vision of Johana”, a ella parece sorprenderle, quizás alegrarle. No alcancé a comprender el ánimo en la mirada de aquella mujer esa noche… 

     Un bar de esos, triste, vulgar, una taguara, cualquier vaina pues; ahí, ocurrió algo que no me imaginaba…
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  -¿Cuál es su nombre?
  -Alfredo, Alfredo Salazar. Trabajo en el “MalaBar”, el local que queda cinco cuadras más abajo.
  -¿Mesonero? ¿Bartender?
  -No, soy músico, señor. 
  -A ver, ¿y qué se le ofrece al señor músico? 
  -Quiero contarle algunas cosas que han estado pasando, y me tienen un poco perturbado…
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     Tenía ya bastante tiempo tocando en el MalaBar, y ese tipo de visitas no eran normales; lo peor, es que se volvían frecuentes. Esa mujer… En fin, decía que tenía un tiempo trabajando para Lucho, el flaco de la barra y dueño del local, blanco leche, alto, con cara de adicto pero, al final, buen tipo. Tenía otros empleos, pero ese era “el tigrito” que disfrutaba más. Todas las noches llegaba con mi guitarra a ponerle música a los despechos; ganaba poco, quizás nada, y sonará maricón, pero rasgar la guitarra era mi mejor pasatiempo. La música en algún momento fue para mí lo que la gente llama una
vocación. Pero también por la música me convertí en un pelabola. Yo sólo quería pegar en la radio, como dirían los Bacilos.

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     Me sonrojé al verla llegar. Alta, trigueña, labios tan carnosos como los de Mimí Lazo pero con la sensualidad de los de Angelina Jolie, cabello lacio que caía hasta su cintura. Su atuendo, atrevido, muy ceñido al cuerpo, dejaba trazar las líneas de su figura: plana de la cintura para arriba, y eróticamente protuberante de la cintura para abajo, sabrán a lo que me refiero. Yo, en ese mismo instante entonaba versos de Buena Fe. Ella pasa y todos se hacen los simpáticos, / desde los más vulgares hasta excelsos catedráticos. / Se va contoneando sabiéndose encima / de un par de corazas para su autoestima. Sin intención alguna, fue como piropearla con esa canción. Me sentí como un albañil sádico, un mototaxista balurdo. Ella me miró y su cara esbozó una sonrisa. Mi cara e’ güevon avergonzado no fue normal. Le menté la madre al dúo cubano.
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  -Mira, muchacho, no tengo tiempo, vale. Te equivocaste de sitio. La Iglesia está una cuadra más arriba; y apúrate que el párroco solo confiesa hasta las 4pm. Aquí recibimos denuncias concretas, con pruebas, esto no es “Señorita Laura” o “Caso Cerrado”, no tenemos tiempo. — Fue lo último que dijo antes de marcharse.

     No sabía a quién más recurrir. Si antes pensaba que el sistema policial era una cagada, en ese momento lo corroboré, lo detestaba aún más. Es claro, no tenía pruebas, pero de que el asunto estaba sospechoso, lo estaba. Ya habían pasado tres días sin saber de Lucho. Durante esos días, el MalaBar permaneció cerrado. "¿En qué andaría metido el flaco?", me preguntaba.
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     Se acercó a la barra, saludó al flaco; me pareció que se conocían. Le sirvió un shot de tequila que se tomó de un sorbo luego de lamer la sal de su mano, y después chupó el limón. En ese momento pude ver que de manera discreta ella escribía en una servilleta. "Lucho controló", pensé. Ella se dio cuenta que yo la observaba, y entonces se acercó hasta donde me encontraba. Al tener frente a mí semejante mujerón no pude pronunciar palabra. Sonrió. “Sarissha”—pronunció y se marchó. 
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     Las visitas de Sarissha al bar se volvían frecuentes; no permanecía  más de una hora, pero allí estaba seguido. Una noche se apareció con varias amigas, una catira, bajita pero con par de buenas razones, saben a lo que me refiero; y la otra, blanca, cabello castaño, nada protuberante en apariencia, pero sí que era efusiva. Los borrachos del sitio no tardaron en buceárselas.  Por petición  de una treintona despechada,  yo cantaba al ritmo melancólico de Franco de Vita. Yo pienso que, / no son tan inútiles, las noches que te di. /  Te marchas y que, / yo no intento discutírtelo, lo sabes y lo se. Sin embargo, al verlas llegar en mi mente empezó a sonar “Pasarela” de Daddy Yankee, al mismo tiempo que me  preguntaba qué se traían aquellas mujeres. El flaco las saludó con estruendo. Pude escuchar sus nombres. ¿Sussy y Layla?, me dije. “Hay una cosa que yo no te he dicho aún/ que mis problemas sabes que, / se llaman tú”. Coreaba la treintona, abrazando la botella de ron. Torturaba el reggaetonero: Por culpa de esos cuerpos tan ricos/ me tienen el cuello como un abanico/ de lau a lau. /La acera es tu pasarela/ Lúcete aiie. Tuve la impresión que mi pobre y pequeña tarima iba a ser sustituida por un tubo de striptease. Esa fue la última noche que vi a Lucho.
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     Una chamba menos. Tres días después de mí visita a la estación de policía, el bar aún permanecía cerrado. A nadie parecía extrañarle la aparente clausura del bar, y menos la desaparición de Lucho.
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     Traté de no orinarme en ese momento. Las mismas putas que desaparecieron con el flaco estaban frente a las puertas cerradas del viejo MalaBar. Quise pasarles por un lado sin que me vieran, pero una de ellas, no supe distinguir cuál, pronunció mi nombre. "Maldita sea", me dije. Me estaban buscando. En ese momento me daba por muerto.

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     Desconocían lo que hacía. Para ellas, él solo tenía un pequeño local en el centro de la ciudad. Distribuidor de drogas. Blanco leche, alto, escuálido. La policía allanó su casa seis días atrás. Su guitarrista estaba preso. Me invitaron a formar parte de su equipo. ¿Destino? ¿Buena suerte? No sé como llamarlo. Acepté.
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     Sí, en un bar de esos, triste, vulgar, una taguara, cualquier vaina pues; ahí, ocurrió algo que no me imaginaba…Nació mi oportunidad. Yo, Alfredo Salazar, podría esta vez, poder pegar en la radio.
                                                                                                                           Ambar Almenar



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