jueves, 18 de julio de 2013

El camino más corto

           Sonó la alarma y no lo podía creer. Maldita sea, me dije. Dicen que maldecir no es bueno, que atrae energías negativas. Pero es que no encontré mejor palabra para drenar. Sentí el mismo arrepentimiento de siempre: ese que me invade cada vez que me  acuesto tarde y reduzco mis horas de descanso sin ninguna necesidad. Realmente no hay necesidad, pero sí motivos, motivos para no dormir temprano, motivos que sólo los seres nocturnos entendemos. La noche es mejor para chatear, escuchar música, escribir, ver tv… para todo. Sonreí mientras hacía esta reflexión y decidí levantarme.

Me bañé, vestí, peiné y maquillé con rapidez. Y no sé por cual (extraña) razón estuve lista antes que Alberto. Lo que sí sabía era que las cosas inexplicables tienen consecuencias. Alberto es mi padrastro y suelo salir a Caracas con él todas las mañanas ¿Voy a perder esa cola? pienso siempre. Esa mañana tenía cita en el odontólogo y, a pesar de que detesto ir, quería asistir con tal de salir de mi casa.

La tardanza de Alberto efectivamente tuvo consecuencias. Se le había hecho tarde para llegar al trabajo.

Sofi, voy a recortar camino, porque voy es tarde, mi niña –dijo mientras se acomodaba en su asiento.

Respiré profundo y me puse el cinturón de seguridad.

Mmm, dale, pues –respondí con resignación.

Nunca me han gustado los atajos ni los caminos verdes ni nada de eso. La verdad es que no me gusta nada que suene a riesgo. Alberto me dijo que colocara la música que yo quisiera y no dudé en introducir el cd de Arjona en el reproductor.

Olvidarte es recordar que es imposible… cantaba en voz baja, mientras dejaba que la brisa me acariciara el rostro. Me perdí en pensamientos cursis, hasta que el vidrio de la ventana me regresó a la realidad. Alberto lo había subido. “Ya estamos entrando al barrio” – me advirtió. Comencé a ver por la ventana, pero esta vez lo hice detalladamente. La calle era doble vía y de ambos lados había casas humildes. Más adelante se encontraba una cancha que, aunque era de baloncesto, tenía arquerías de futbolito; un contenedor de basura desbordado, una línea de camionetas donde abordaban, en su mayoría,  personas que iban al trabajo y niños que iban al colegio…

El hilo de la normalidad se rompió cuando nos encontramos con una multitud frente a nosotros. Había personas amontonadas en un lado de la calle y el tráfico era lento porque, como cosa rara, los carros disminuían la velocidad al pasar para no perder detalle de lo que ocurría. “¿Qué habrá pasado?” – dijo mi padrastro para sí mismo. Menos mal que por aquí era mejor, pensé. Cuando nos acercamos a la cuestión nos dimos cuenta de lo que pasaba y me sentí inmersa en la escena de una película. Entre el montón de gente se podía vislumbrar el cuerpo tendido en el piso. Estaba cubierto con una sábana blanca en la cual había manchas de sangre. Después de observar el largo del cuerpo y  los zapatos que sobresalían de la tela, se podía concluir que se trataba de un hombre. Cerca del cadáver  estaban (a juzgar por su llanto) los familiares. Un muchacho le hablaba al cuerpo: se llevó la mano a los labios e hizo un gesto de juramento. Noté que decía algo como “esto no se queda así, hermano”. La escena me conmovió.

Un poco más retirados y distribuidos en la zona había alrededor de 30 motorizados. Avanzamos y entramos a una especie de alcabala de civiles. Yo todavía no había  superado del todo lo que acababa de ver. Tac, tac, tac  -vacío en el estómago, corazón acelerado, manos frías -. La respiración de Alberto me hizo entender que estaba igual que yo. Transcurrieron segundos, pero parece que para ellos pasó más tiempo. TAC, TAC, TAC. Tanto el tipo que tocaba la ventanilla del lado de Alberto como el que golpeaba la de mi lado se notaron un poco impacientes. Sin tener otra opción, bajamos los vidrios.

 ¿Todo bien por aquí, hermano? –dijo el que estaba del lado del mi padrastro, mientras miraba detalladamente el interior del carro.

Si, pana, todo tranquilo –respondió Alberto, quien mantuvo firmeza en la voz.

Pude observar (y estoy segura de que Alberto también lo hizo) la pieza metálica que salía de la mano del sujeto, quien no se esforzaba en mostrarla, pero tampoco en ocultarla. Mientras tanto, el tipo que estaba de mi lado también hacía su trabajo. En este caso, el arma sobresalía de su pantalón a la altura de la cintura.

Buenos días, mami –dijo mientras me miraba de arriba a abajo.

No respondí. Hizo la misma requisa visual que su compañero y la culminó viéndome el pecho. Vio a Alberto, cruzó miradas con un compañero y de nuevo la mirada a mi pecho. Me asusté un poco. Dios no me negó nada por delante y cada vez que un hombre me ve así, sé con que intención lo hace. Esbozó una leve sonrisa y con la habilidad, la sutileza y la tranquilidad de quien está acostumbrado a hacer eso, tomó los Ray-Ban (originales) que tenía colgados en la franela. Me sentí aliviada, sorprendida, molesta, confundida… Se me había olvidado que había puesto mis lentes favoritos en ese lugar. Debe ser la costumbre de siempre tenerlos allí. El chamo (porque viéndolo bien, no le calculé que tuviera mas de veinte años) se los puso, usó el vidrio trasero como espejo y con cara de satisfacción, como muchacho con juguete nuevo (diría mi mamá), se retiró del carro. “Vaya, pues, pana” – dijo el otro sin poder ni querer ocultar su sonrisa.


Arrancamos con velocidad moderada y no hablamos en lo que restó de camino. Cada uno iba pasando el susto a su manera: yo me mordía los labios y Alberto chocaba el dedo pulgar contra el volante repetidamente.  Por fin se terminó la carretera e ingresamos a la autopista. Siempre me ha gustado la capital. Sin embargo, esa mañana la vi más hermosa que nunca. Me sentí fuera de peligro.

 Comencé a desabrocharme el cinturón y a agarrar la cartera mientras llegábamos,  para ganar tiempo. Me había retrasado yo también. “Sofía, mamita, cónchale…” –dijo Alberto con tono de preocupación. “ Tranquilo, Alberto, no le voy a contar nada a mi mamá” - respondí tajante y me bajé del carro. Me miró con cara de sorprendido.  Ni que hiciera falta ser adivina para saber que esa es toda su angustia, pensé.

 Intenté retomar los pensamientos que me había evocado Arjona entretanto me acomodaba en el sillón. Pero el ruido del aparato de limpieza me comenzó a aturdir, mientras que su punta le comenzaba a hacer cosquillas a las separaciones de mis dientes.


 Claudia Hernández