jueves, 26 de febrero de 2015

ANALOGÍA

Resultado de imagen para escritura     Desde hace algún tiempo considero que escribir un texto es como dar a luz de forma natural. Se trata de expulsar algo que se lleva  tiempo dentro y que, aunque el cuerpo o la mente han estado en condiciones de alojarlo, debe salir ya. Después de un periodo de nueve meses, en el que un feto ha sufrido múltiples transformaciones, es preciso que el bebé nazca. Del mismo modo es pertinente que un escritor externalice una idea que, luego de cualquier cantidad de tiempo, se convirtió en un criterio y adquirió tal fuerza que produjo en su portador la necesidad de compartirla. Aunque también es posible que surja porque responda a demandas formales: académicas, laborales.

El hecho de que la mente albergue un juicio en el que su dueño confía plenamente porque considera correcto no es sinónimo de que éste  pueda ser expresado fácilmente. Ese proceso primario e importante en la comunicación: encodificar, traducir en palabras escritas (en este caso) el bombardeo de información que produce el cerebro respecto a un tema,  no es una tarea sencilla. Es por ello que expresarse bien textualmente tiene mérito.

Escribir es un acto que implica disciplina, práctica y aprendizaje constante. Es preciso que quien desee hacer buenos trabajos con las letras adquiera el hábito de escribir. Le concierne buscar (y encontrar) tiempo para sentarse a redactar, borrar y volver a apuntar. Del mismo modo, (y esto es tan importante como lo anterior) cada día debe superar los límites de su conocimiento y léxico a través de la lectura. “Para ser un buen escritor hay que ser primero un buen lector”, suele acotar de forma acertada una estimada profesora.

Pero más allá de las consideraciones formales, en la escritura y en todos los procesos creativos existe un factor o fenómeno determinante e indispensable, cuyo valor radica en su autonomía. No se controla. Viene y va cuando y como quiere: palabras, imágenes, frases, olores, chismes, melodías, lecturas, conversaciones, experiencias, contactos, caricias... pueden evocar su presencia y fuerza de forma poco previsible. Lo llaman de varias maneras. Yo suelo decirle inspiración, musa, destello de luz, tema impuesto... En este punto vuelvo a la analogía inicial. Después de las 36 semanas de gestación, la mujer sabe, aunque no precisa el momento exacto, que una contracción le notificará que es hora de parir. Quien escribe también es consciente de que la inspiración va a llegar de manera impredecible y  contundente para avisarle que es tiempo de empezar a redactar líneas.

En ambos casos, la intensidad de los estímulos variará. Subirá y bajará. Será necesario hacer pausas, respirar profundo, tener paciencia, escuchar consejos de quienes tienen más experiencia en el área y no desistir. La mujer debe pujar y recurrir a todas sus fuerzas para traer la criatura al mundo. Al escritor le corresponde inhalar profundamente y utilizar todos los recursos vivenciales e intelectuales que disponga para que su texto se materialice. Cada caso puede presentar diversos niveles de perturbación o dificultad: un cuerpo en el que una parte de las transmisiones nerviosas están interrumpidas por la peridural no sentirá el mismo dolor que otro en el que una dosis de suero con pitocín cumpla su función de aceleración y/o inducción.  Del mismo modo que el esfuerzo y las destrezas requeridas para escribir una cuartilla no son proporcionales a las que precisa la elaboración de una novela.


Los dos actores en cuestión quedarán agotados, pero satisfechos por haber creado vida (las buenas escrituras están llenas de vitalidad por sus características propias y por su capacidad de provocar efectos). Ambas creaciones deberán competir con sus iguales, defenderse y sobrevivir al mundo y sus circunstancias.  Para que puedan cumplir dichas tareas con éxito es imprescindible que su formación haya sido óptima. 


Claudia Hernández