A los de siempre
El Chino
Ya
estaba todo listo, cuadrado. Cuando hay cash todo es más fácil, porque le das
algo a la gente, te hacen las vueltas y ya. Qué ladilla estar organizando
detalles. Aunque de lo que sí me encargué fue del sonido. Eso tenía que
escucharse al pelo y retumbar en todas partes. Con los vecinos ya había hablado
para que no se la pusieran. Si querían, podían llegarse o si no, taparse la
cabeza con la almohada. La curda estaba en su lugar también. El escocés para la
gente especial que invité y los demás que se conformaran con gasolina de avión.
Le di al dj una lista de temas infaltables que tenía que colocar en toda la
noche y dejé que fluyera. Esa noche tenía que prometer, porque para la envidia
de muchos tengo un año más sobreviviendo en esta vida de locura, de brujas y
reales, de buenas y malas. Porque hoy cumple años un rey.
Enrique
No
sé por qué quería hacerlo. Desde que me levanté llevaba dándole vueltas a ese
beta en la cabeza. ¿Con quién? ¿A qué hora? Y todas esas cosas que uno siempre
piensa. A pesar de que uno tiene experiencia, hay que maquinar todo para no
caerse. Si la ocasión se prestaba, inventaba. La siesta me había hecho bien. Me
levanté con energía para ir contra el mundo, sin creer en nadie. Y siendo hoy
viernes ¡menos! Los desgraciados éstos me empezaron a tocar la puerta más
temprano de lo normal y tuve que salir antes de lo que tenía pensado. No sé si
ellos durmieron en la tarde, pero estaban alborotados. Franelita Under Armour,
el Levisito y las Jordan. Qué mas, pues.
Hoy corono de todo.
Al Chino le está yendo bien en
las vueltas. Me ofreció un trago de 12 años cuando llegué. Sé que lo hizo
porque ya puede ofrecer en sus rumbas algo más caché que el anis y porque me
respeta. Aunque nunca me quejé de lo que daba en sus rumbas, porque para mí el
Cartujo, con lo que venga, siempre será
una bebida de lujo. La vaina está bien: los panas, la curda, el baúl a
morir que sale de las cornetas. No sé todavía qué regalarle al convive por su
cumpleaños. Ya veré qué le doy…
La
casa estaba a reventar, vino un poco de gente que andaba perdida. Es que ese
Chino del coño es muy querido. Salí un rato a agarrar aire y a achantarme a
hablar con los convives, cuando de repente sentí su mano tapando mis ojos y
viajé al pasado: amanecidas hablando paja, soñando, planificando, jugando play,
tomando. Tardes jugando al escondite, fusilado, stop, la ere… Había pasado el
tiempo, pero era la misma mano, delicada, de largos dedos. La misma que siempre
me impedía la visión hace años. Así que me liberé como solía hacerlo, diciendo
la contraseña: su nombre. Carolina, susurré, mientras me reía. Estaba bella,
como siempre, igualita. Jamás pensé que la vería por esos lados. Desde que se
fue hablábamos poco. Pero su aprecio al Chino la hizo llegarse. Me abrazó como
si no hubiera pasado el tiempo y me quitó el trago de la mano. Sus ojos
brillaron al probar el whisky, me volvió a abrazar y se sentó al lado mío a
conversar. Era ella, cambiada pero original, sencilla, alegre, amiga… Volví a
contemplar la idea.
Isabel
Salí de la estación de Metro,
como cada noche, y comencé a caminar hacia la calle por donde se sube a mi
casa. Estaba cansada. Avanzaba por inercia, mientras pensaba que esta rutina me
estaba matando. El trabajo y la universidad, la falta de tiempo para
distraerme, dedicarme a mí, tener vida social. Pero, bueno, hay que
sacrificarse, después vendrá la recompensa. Me consolaba. Pensaba, además, que
allá arriba tenía gente por quien luchar y que ellos lo valían todo. Pero qué dura es la vida del pobre, pana, definitivamente…
Cuando
llegué a la parada, salí de mi mundo
mental, volví a la realidad y le menté la madre efusivamente al cielo. ¿Cómo es
posible que no hubiera Jeeps? ¡Y que estaban de huelga porque mataron a uno de
los conductores! Sí, entiendo, es un hecho sumamente lamentable, pero ¿qué
culpa tenemos los pendejos? Porque los que nos fregamos con esto somos quienes
tenemos que subir y bajar el cerro todos los días. Pero nada, respiré profundo
y empecé a subir gastando lo último que le quedaba de energía a mi cuerpo.
Al menos había gente en la calle,
porque era viernes y eso en este barrio es equivalente al pre apocalipsis. La
gente pierde la razón. Subía con pasos rápidos y cantaba mentalmente las
distintas canciones que sonaban a todo volumen en las casas que iba dejando
atrás. “No importa si el mundo me llama careta…”. “La mano arriba, cintura
sola…”. “Ella quiere cualto, ella quiere cualto…”. Pasé la primera curva, tomé
impulso y casi trotando, emprendí la subida o, más bien, la escalada de la
calle siguiente. Es la más empinada de este barrio, me atrevo a decir, pero no
hay de otra. Hay que subir. Al terminarla me detuve, respiré hondo y tomé
fuerzas para continuar el camino. Faltaba poco pero había que escalar otra
pendiente, menos empinada que la anterior, pero heavy de igual forma. Fue cuando
volteé y decidí. Preferí irme por las escaleras y recortar camino. Ascendí con
ánimo los escalones, saludé a algunos conocidos y terminé esa etapa del recorrido. Pensé en
descansar un momento, pero al ver que el callejón estaba solo, caminé rápido y
sin parar. No paraba, aceleré el paso y, cuando me di cuenta de que venía, corrí.
Pero delante de mí salió otra sombra, que al acercarse se dejó percibir de
carne y hueso. Con fuerza me empujó hacia la pared.
Carolina
Acepté la invitación del chinito
porque es de esos panas que son para toda la vida. Tenía tiempo sin andar por
esas zonas. Desde que me fui, no frecuentaba por esos lugares y había perdido
contacto con la gente. El día fue rutinario, hice varias diligencias que tenía
pendiente y regresé a mi casa para recargar las pilas. Había pasado el tiempo,
pero estaba segura también de que en esa fiesta iba a sonar lo mejor del baúl
de la salsa, el son montuno, la cabilla… así que debía estar activa. Vestimenta
casual y zapatillas (pa’ aguantar el trote). El Chino me mandó a buscar con Joel en el carro para que me
subiera, como si yo no me supiera el camino. Se ha tomado en serio eso de que
me volví sifrina, porque me fui y ahora estudio y leo. “Pero está bien, chama, échale bolas a tu
vaina para que no seas bruta como yo. Ah, y acuérdate de mí cuando estés en tu
gloria”, me dice siempre que hablamos. Yo le digo que se deje de vainas, que
siempre lo recuerdo y que lo quiero demasiado, que no sea gafo, que se ponga
las pilas. Pero no me hace caso ni me hará. Se dejó arrastrar por la rutina y
la mentalidad del que ve pasar la vida hablando con los convis en la esquina.
Cuando llegué y lo vi de espalda,
no pude evitar taparle los ojos, como lo hacía cuando éramos unos carajitos.
Sentí la misma confianza de siempre al verlo, incluso le quité el trago como
solía hacerlo y me senté a su lado. Estaba tomando whisky y eso me hizo
presentir que sería una buena noche. Enrique estaba hermoso, como siempre:
sonriente, cariñoso, amable, amigo… El Chinito salió y lo abracé “¡Feliz
cumpleaños, mi loco! ¡Qué bello estás!”. Hizo un gesto de picardía y me
respondió que eso se debía a la buena vida. “Yo no esperaba verla. Es que tú
sabes, ella ahora ya no anda con pobres”, agregó Enrique. Yo les dije que
dejaran la gafedad, porque ellos sabían que seguía siendo la misma. Y con el
impulso que me dio el diálogo,
aproveché. “Vamos a bailar es lo que es, Enrique, para que veas que me
acuerdo”. Claro que me acordaba, a pesar de que tenía tiempo sin bailar salsa
erótica en la sala de una casa. Él seguía bailando espectacular, como lo hacía
en los matinés de todos los viernes. Seguía, además, estando en forma y usando
buenos perfumes. Pensé en un momento en los medios que utiliza para darse
ciertos gustos, pero deseché ese análisis. Preferí recordar nuestra
adolescencia: las largas conversas, las rascas, las jodas con él y el chino, el
amor puro, los besos y las caricias inocentes, y hasta algunos actos fuera de
la ley.
El Chino nos regaló la botella de
whisky, después de que nos dijera “De toda la gente que está aquí, ustedes son
los más reales, los de siempre”, y se fuera corriendo. Siempre le han
incomodado las muestras de afecto. Enrique y yo
empezamos a prendernos y a reírnos de todo, a recordar nuestras
vivencias. Todo lindo, todo cuchi, hasta que
me tomó de la mano, se me acercó y me dijo al oído una propuesta que
culminó con un “Como en los viejos tiempos. ¿A qué no? ”. No hay que echarle la
culpa de todo a los tragos, pero el alcohol me estimuló. Además, me quise poner
a prueba.
Pasamos
por los callejones sigilosamente, sin hacer ruido. Eran los mismos lugares,
pero yo no los veía igual. Yo era distinta, efectivamente. Él se detuvo en un
momento. “¿Segura que sabes?”, interrogó. “Eso no se olvida”, afirmé. La chama advirtió mi presencia y corrió. La
perseguí sin prisa y cuando la alcancé, ya Enrique sujetaba su cuello con un
brazo y con la otra mano hundía sutilmente la navaja para infundirle miedo y
para que no me mirara. Tomé su bolso y comencé a revisarlo. Los ojos de Enrique
me miraban extrañados. “Esta la está
soñando, vale”, pensó probablemente. No comprendía por qué no agarraba la
cartera de una vez y nos íbamos. Yo tampoco entendí porqué quise revisar. En el interior había un
monedero, un estuche de maquillaje, el celular, y varios libros (muchos,
realmente), acompañados de un cuaderno. Agarré el teléfono y la despaché. “Bórralo,
chama, pira de aquí y no voltees”.
Y
comprendí a los muchachos. No era la misma. No pude quitarle el bolso, porque
me vi reflejada en ella, porque ciertamente haber compartido en otros lugares y
haber conocido otras realidades, me ha hecho comprender cosas, como que esos
libros son más importantes y útiles para ella que un celular. Porque la
universitaria víctima de la delincuencia pude haber sido yo. Entendí entonces
que mi esencia siempre estará ligada a ese barrio, porque ahí crecí, pero que,
no obstante, todo se transforma y mis ideas cambiaron.
Estaba
linda la reflexión, hasta que el ruido de la sirena la interrumpió. Dejé de
pensar, y si bien mi indolencia no era la misma de años atrás, el recuerdo de
cada rincón de aquellos callejones y la
velocidad de mis piernas, seguían intactos.
Claudia Hernández