miércoles, 10 de diciembre de 2014

Pasiones fatales III


  “Un amor por ocultar, 
aunque en cueros no hay donde esconderlo” 
MECANO







Yo siempre lo supe. Aquel día, veintitantos años atrás, sentados en el cafetín de FACES, tuve algún indicio. Lo vi entrando, parecía molesto, aturdido, tras él venía su amigo ¿Germán se llamaba? Apenas me encontró entre el tumulto de gente, que allí converge al mediodía, vino a mí sin siquiera despedirse de su compañero. Yo acababa de dictar mi clase en la escuela de Psicología y, aunque él sabía que almorzaba allí con frecuencia, no esperaba verme. Me saludó, miro el menú, me miró y yo hice un movimiento con la cabeza señalando con la boca en modo interrogativo, pregntando por dónde se había ido aquel muchacho. Hizo un gesto arrogante, no respondió. Notó que sospechaba algo, que me parecía extraña su actitud con su inseparable amigo. Silencio. Paso poco tiempo antes que empezara a hablar: “Nada, no voy a tratar más a ese pana. Es “argolla”, mamá”. Confieso que no entendí el término. Manuelito entendió mi expresión de ignorancia: “Marico, Amanda, es una loca. Lo vi besando a un tipo hoy, después de clase. Menos mal estabas tú por aquí, porque si no me estuviese persiguiendo por toda la universidad. ¿Para qué? ¿Para explicarme su maricura? ¡Qué va!”. No me inmuté; no dije nada, sólo escuchaba y lo observaba detenidamente mientras él seguía hablando, quejándose y, aunque sus argumentos machistas casi me convencen de su homofobia, había un tono melancólico en su voz.

     Eloísa es otro tema. Ella llegó después.

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     Melisa, mi colega, era la que me invitaba a esos sitios. Después de su divorcio empezó a vestir mejor, a tener amigas, a permitirse vivir. Para ese entonces, yo contemplaba la misma idea.

      Los shows travestis eran lo mejor del sitio: las luces, las plumas, las lentejuelas y los tacones eran el centro de atracción. Una noche luego de los tragos y el espectáculo seguimos la fiesta en casa de Melisa, con la reserva de vinos de su ex. Todo se tornó de otro color cuando ella, pasada de tragos, pasaba su mano por mi entrepierna. No dijo nada, no dije nada. Ella lucía diferente, atrevida, sensual. Una tira de su blusa se deslizó por su hombro y su cabello abundante y rizado, como la cantante Karina, le tapaba medio rostro. Subió hasta mi sexo. No hace falta describir lo que pasó luego. Poco tiempo después, para mi suerte, enviudé. Cuando dejé de dar clases, no volví a ver a Melisa.

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     Llegó sola, se sentó en la barra para disfrutar del show. Al reconocerme entre la gente se acercó para saludar. No se sorprendió de encontrarme allí, me descolocó tanta espontaneidad. Yo sólo conocía a la carajita linda del aula de clase en la UCV. Esa noche yo también estaba sola; se quedó conmigo. Bebimos, charlamos. No nos hicimos preguntas sobre el lugar donde estábamos.
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    En mis clases empecé a notarla, me sabía distante. Su comportamiento me hizo saber que, como yo, guardaba el “secreto”. Nos encontrábamos más seguido en aquel antro. Cuando empezó a faltar a nuestras citas no entendí por qué. Me obsesioné con esa carajita. Le pedí que se quedase después de clase con una tonta excusa académica. Ella supo enseguida el motivo por el que la llamé y me dijo: “Amanda, no puedo. Estoy con alguien”. Aquellas palabras fueron un balde de agua helada. Cuando se dio media vuelta, la tomé por el brazo, intenté detenerla. Hizo un gesto de rechazo y exclamó: “Que no soy gay, señora”. Se marchó. No pasó mucho tiempo para enterarme quién fue el monigote que la conquistó.

     A Manuel sí que no podía verlo como mi rival, no a mi hijo. Me alejé.

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     La había esperado todo este tiempo, todos estos años. Por eso, cuando recibí su llamada, no pude negarme. Estuve enamorada de Eloísa toda la vida. La vi graduarse de la universidad, casarse y tener a mis nietos, deseándola todo el tiempo y ella tan distante siempre.

       Esta noche, la encontraré de nuevo en aquel bar que guardó nuestro secreto, que escribió la historia. Esta noche al fin voy a descubrirla, a pasar mi lengua por sus senos rosados, palpar con mis manos cada centímetro de su piel blanca. Y sin arrepentimiento, sin el más mínimo pesar por Manuel que no la supo cuidar y que también tardó tanto para ser él, para sentir,  para ser feliz. Pero no te puedo juzgar, hijo, eres mi reflejo y a partir de esta noche mi sombra, la sombra de Eloísa, el amante muerto, desterrado de mi vientre por no sentir culpa alguna y desterrado del corazón de ella.


     Pobres desdichados que se escondieron. Pobres desdichados que se engañaron toda la vida.


     Te esperé siempre, mi Eloísa.



Ambar Almenar