
Me
monté en la camionetica y adquirí dos cosas que no tenía hace unos minutos: dos
panas y un poco de nervios. “Pa’ lante ¿qué pasa, pues? Ni que fuera la primera
vez que pisas un barrio”, pensé. La verdad, no estaba nerviosa porque iría a un
barrio (me crié en uno), sino porque era la primera vez que pisaba ese y se me haría de noche para bajar…
Qué rápido. Ya pasó un año desde que, mientras hacía mi
siesta respectiva de todas las tardes después de llegar de la universidad, me
despertó el llanto de mi abuela. Era ruidoso y reflejaba preocupación y dolor.
En mis sueños no lo distinguía bien, hasta que lo reconocí y me desperté
alarmada. “¿Qué pasó?”- le pregunté apenas abrí los ojos y le vi la cara llena
de lágrimas. Se me sentó al lado sin responderme e hizo que le repitiera la
pregunta, hasta que un “Se murió Chávez” me dejó impactada, sin palabras, como
tratando de asimilar la información. Cuando uno se recién despierta, el cerebro
no funciona bien. Deben pasar al menos unos minutos para poder reincorporarse.
Sin embargo, en ese momento no transcurrió el lapso de tiempo y aquella
noticia, que es fuerte de por sí, cayó sin anestesia. Pero al ver a mi abuela
así, me importo más su estado emocional que el mío, así que me puse seria. “Ay,
abuela, tranquila. Él también era una persona y estaba enfermo. ¿O acaso no
podía morirse?”. “Sí, hija, pero es que ¿cómo es posible?...
“Qué fuerte. Qué loco. Qué chimbo”, pensé la noche de ese día antes de irme a dormir
y lo volví a pensar al día siguiente, mientras desayunaba y veía en la
televisión que estaban sacando la urna del Hospital Militar. Terminé de comer,
me cepille los dientes y el cabello y me fui con mi abuela. El trayecto era sencillo:
en el Metro hasta El Valle y después en una camionetica hasta Fuerte Tiuna. Cuando
llegamos me encontré con mi mamá, más gente de la familia y un amigo de todos.
“Sí, claro, el pueblo tiene que verlo”- me respondió un militar cuando le
pregunté que si dejarían pasar a la gente a la Academia. En Los Próceres ya
había gente, sol y sonaban las canciones de Alí Primera. Nos instalamos en una
acera y nos dispusimos a esperar a que llegara el entierro.
En el transcurso de la tarde empezó a aumentar la intensidad
del sol, la cantidad de personas (abuelos y abuelas, niños, hombres, mujeres,
jóvenes) y su ánimo. De vez en cuando pasaba un camión y un helicóptero
diciendo consignas. Entre risas, chistes, bailes y actividades improvisadas
transcurrieron varias horas. Pero detrás de las sonrisas pude ver el desconcierto
de los que estaban allí. Un sentimiento de vacío que tenían en la mirada y que no podían
ocultar. “Ahí viene”- decían a cada rato. La gente se levantaba corriendo y se
paraba en medio de la calle, esperábamos unos minutos y al final no llegaba
nadie. La escena se repitió varias veces hasta que un “Ahora sí” hizo que la
gente se ubicara igual que las veces anteriores. Esta vez la espera duró el
mismo tiempo que las demás. No se veía nada. Hasta que se logró distinguir la
multitud que venía a paso rápido. Mientras se acercaba, la gente que tenía al
lado se empezó a poner como loca: golpes y empujones para todo el mundo. “Mira,
Jean, me voy a agarrar de ti, porque yo
quiero ver”- recuerdo haberle dicho de manera imperativa a mi amigo de aproximadamente
1, 90 m de estatura y con porte y contextura de jugador de baloncesto. “Sí va,
jajaja”- contestó. La caravana se comenzó a acercar. Y bueno, una cosa es saber
que venían con la urna y otra muy distinta es verla llegar.
La multitud que venía caminando terminó de llegar y el
otro montón de gente que esperaba se quería meter en ella, pero se les complicó
(más no se les hizo imposible) porque los militares hicieron una cadena agarrados
de las manos para tratar de impedir que la gente se lanzara a la caminata encabezada
por Nicolás Maduro, Diosdado Cabello y otros miembros del gobierno. Por cierto,
siempre he pensado que esa gente le puso un mundo. Caminar desde el Hospital
Militar hasta la Academia Militar bajo
el sol que hubo ese día no está fácil. Con el brazo izquierdo lanzaba codazos para
sacudirme los empujones y jalones de camisa y con el derecho me agarraba de mi
súper pana para que no me tumbaran, hasta que, finalmente, pasó la urna frente
a mí. Por allí leí que duramos años sin vivir y que de repente la vida se
concentra en un solo instante. Estoy de acuerdo. Hay momentos en los que todo
se aglutina en unos segundos y eso fue lo que me pasó en ese lapso temporal (haré
un esfuerzo por describirlo, aunque sé que con palabras no lograré transmitir
lo que sentí). Por unos 8 segundos (sí, no pudieron haber sido más) dejé de
sentir a la gente que tenía al lado. No me afectaron las agresiones físicas propias
del momento. Simplemente, me quedé viendo ese féretro cubierto por nuestra
bandera tricolor y por todos los objetos que la gente lanzaba a manera de
ofrenda. Me quedé inmóvil y se dio: fue una conexión extraña, rápida, pero muy fuerte
entre ese ataúd y yo. “Chao, Chávez” - susurré con un vacío en el estómago y
volví a la realidad. Me quité a la gente de encima y me fui hacia un lateral
para tomar aire.
…. Me senté en un puesto que se desocupó y me volví a
decir a mí misma “Ni que fuera la primera vez que pisas un barrio”. Decidí
dejar la tontería a un lado y más bien le presté atención a las dos panas que
había hecho hace unos segundos y me puse a conversar con ellas. “Nosotras
estamos un pelo perdidas también”- me decía una. Comencé a mirar por
la ventana y pensé “Con que esto es el 23 de enero. Cónchale, pero no es ni tan
malo como lo pintan”. Llegamos hasta cierto punto y nos bajamos porque la
Guardia había trancado la calle. Subimos por unas escaleras, caminamos por la
orilla de un cerro, me pregunté mentalmente que qué hacía metida ahí, seguí
andando y pude distinguir en lo alto el 4F. Cuando llegamos a arriba me percaté
de que no estaban dejando entrar a la gente al cuartel. Sin embargo, volteé y
vi a las personas concentradas en la
calle frente a una pantalla grande en donde se veía la misa que se estaba llevando
a cabo adentro. Tomé unas cuantas fotos, observé con detalle a la gente y me
dispuse a prestarle atención a la ceremonia.
Oscureció
completamente y decidí irme antes que mis nuevas amigas. El temor de bajar
disminuyó al ver que había guardias, escoltas y policías en todas partes. No es
que una se sienta mega segura y cómoda con la presencia de funcionarios que, cuando pasas frente a ellos
comienzan a decir cosas que, en mi opinión, no deberían comentar estando
uniformados y trabajando: “Princesa, pero qué bella” “¿Te doy la cola en la
moto, mi amor?”… pero al menos me sentí tranquila respecto al hampa. Fingí
demencia, bajé hasta la avenida, donde ya no había custodia, caminé tres
cuadras en dos minutos y me metí en la estación de Metro.
Hugo, amigo mío, hoy, un año después de que te fuiste de
manera física, te tengo varios cuentos. Han pasado unas cuantas cositas (que no
son juego) en el país, pero para contártelas ya tendríamos que sentarnos a
tomarnos un café, yo un con leche y tú uno descafeinado (me enteré de que te gusta
así) y ponernos al día. En este momento me gustaría más bien decirte que hoy vi
en la mirada de la gente la misma tristeza que observé hace un año en Los
Próceres. Te cuento que noté que te extrañan como si no hubieran pasado 365
días, que cuando dicen tu apellido se lamentan de que no estés, pero al mismo
tiempo gritan con ánimo en tu honor. Hoy confirmé que, aunque pasen cosas, se
presenten conflictos o intenten descalificarte, tú te quedaste con ellos.
Siempre trato de evadir los lugares comunes, pero esta vez no puedo evitar
decírtelo así: vivirás por siempre en el pueblo que te siguió a ti y a tu
proyecto con convicción.
Claudia Hernández
Claudia Hernández