viernes, 7 de marzo de 2014

Te quedaste



Me monté en la camionetica y adquirí dos cosas que no tenía hace unos minutos: dos panas y un poco de nervios. “Pa’ lante ¿qué pasa, pues? Ni que fuera la primera vez que pisas un barrio”, pensé. La verdad, no estaba nerviosa porque iría a un barrio (me crié en uno), sino porque era la primera vez que pisaba ese y  se me haría de noche para bajar…
            
          Qué rápido. Ya pasó un año desde que, mientras hacía mi siesta respectiva de todas las tardes después de llegar de la universidad, me despertó el llanto de mi abuela. Era ruidoso y reflejaba preocupación y dolor. En mis sueños no lo distinguía bien, hasta que lo reconocí y me desperté alarmada. “¿Qué pasó?”- le pregunté apenas abrí los ojos y le vi la cara llena de lágrimas. Se me sentó al lado sin responderme e hizo que le repitiera la pregunta, hasta que un “Se murió Chávez” me dejó impactada, sin palabras, como tratando de asimilar la información. Cuando uno se recién despierta, el cerebro no funciona bien. Deben pasar al menos unos minutos para poder reincorporarse. Sin embargo, en ese momento no transcurrió el lapso de tiempo y aquella noticia, que es fuerte de por sí, cayó sin anestesia. Pero al ver a mi abuela así, me importo más su estado emocional que el mío, así que me puse seria. “Ay, abuela, tranquila. Él también era una persona y estaba enfermo. ¿O acaso no podía morirse?”. “Sí, hija, pero es que ¿cómo es posible?...
           
              “Qué fuerte. Qué loco. Qué chimbo”, pensé la noche de ese día antes de irme a dormir y lo volví a pensar al día siguiente, mientras desayunaba y veía en la televisión que estaban sacando la urna del Hospital Militar. Terminé de comer, me cepille los dientes y el cabello y me fui con mi abuela. El trayecto era sencillo: en el Metro hasta El Valle y después en una camionetica hasta Fuerte Tiuna. Cuando llegamos me encontré con mi mamá, más gente de la familia y un amigo de todos. “Sí, claro, el pueblo tiene que verlo”- me respondió un militar cuando le pregunté que si dejarían pasar a la gente a la Academia. En Los Próceres ya había gente, sol y sonaban las canciones de Alí Primera. Nos instalamos en una acera y nos dispusimos a esperar a que llegara el entierro.
            
          En el transcurso de la tarde empezó a aumentar la intensidad del sol, la cantidad de personas (abuelos y abuelas, niños, hombres, mujeres, jóvenes) y su ánimo. De vez en cuando pasaba un camión y un helicóptero diciendo consignas. Entre risas, chistes, bailes y actividades improvisadas transcurrieron varias horas. Pero detrás de las sonrisas pude ver el desconcierto de los que estaban allí. Un sentimiento de vacío que tenían en la mirada y que no podían ocultar. “Ahí viene”- decían a cada rato. La gente se levantaba corriendo y se paraba en medio de la calle, esperábamos unos minutos y al final no llegaba nadie. La escena se repitió varias veces hasta que un “Ahora sí” hizo que la gente se ubicara igual que las veces anteriores. Esta vez la espera duró el mismo tiempo que las demás. No se veía nada. Hasta que se logró distinguir la multitud que venía a paso rápido. Mientras se acercaba, la gente que tenía al lado se empezó a poner como loca: golpes y empujones para todo el mundo. “Mira, Jean,  me voy a agarrar de ti, porque yo quiero ver”- recuerdo haberle dicho de manera imperativa a mi amigo de aproximadamente 1, 90 m de estatura y con porte y contextura de jugador de baloncesto. “Sí va, jajaja”- contestó. La caravana se comenzó a acercar. Y bueno, una cosa es saber que venían con la urna y otra muy distinta es verla llegar.
            
          La multitud que venía caminando terminó de llegar y el otro montón de gente que esperaba se quería meter en ella, pero se les complicó (más no se les hizo imposible) porque los militares hicieron una cadena agarrados de las manos para tratar de impedir que la gente se lanzara a la caminata encabezada por Nicolás Maduro, Diosdado Cabello y otros miembros del gobierno. Por cierto, siempre he pensado que esa gente le puso un mundo. Caminar desde el Hospital Militar hasta la Academia Militar  bajo el sol que hubo ese día no está fácil. Con el brazo izquierdo lanzaba codazos para sacudirme los empujones y jalones de camisa y con el derecho me agarraba de mi súper pana para que no me tumbaran, hasta que, finalmente, pasó la urna frente a mí. Por allí leí que duramos años sin vivir y que de repente la vida se concentra en un solo instante. Estoy de acuerdo. Hay momentos en los que todo se aglutina en unos segundos y eso fue lo que me pasó en ese lapso temporal (haré un esfuerzo por describirlo, aunque sé que con palabras no lograré transmitir lo que sentí). Por unos 8 segundos (sí, no pudieron haber sido más) dejé de sentir a la gente que tenía al lado. No me afectaron las agresiones físicas propias del momento. Simplemente, me quedé viendo ese féretro cubierto por nuestra bandera tricolor y por todos los objetos que la gente lanzaba a manera de ofrenda. Me quedé inmóvil y se dio: fue una conexión extraña, rápida, pero muy fuerte entre ese ataúd y yo. “Chao, Chávez” - susurré con un vacío en el estómago y volví a la realidad. Me quité a la gente de encima y me fui hacia un lateral para tomar aire.
            
          …. Me senté en un puesto que se desocupó y me volví a decir a mí misma “Ni que fuera la primera vez que pisas un barrio”. Decidí dejar la tontería a un lado y más bien le presté atención a las dos panas que había hecho hace unos segundos y me puse a conversar con ellas. “Nosotras estamos un pelo perdidas también”- me decía una. Comencé a mirar por la ventana y pensé “Con que esto es el 23 de enero. Cónchale, pero no es ni tan malo como lo pintan”. Llegamos hasta cierto punto y nos bajamos porque la Guardia había trancado la calle. Subimos por unas escaleras, caminamos por la orilla de un cerro, me pregunté mentalmente que qué hacía metida ahí, seguí andando y pude distinguir en lo alto el 4F. Cuando llegamos a arriba me percaté de que no estaban dejando entrar a la gente al cuartel. Sin embargo, volteé y vi  a las personas concentradas en la calle frente a una pantalla grande en donde se veía la misa que se estaba llevando a cabo adentro. Tomé unas cuantas fotos, observé con detalle a la gente y me dispuse a prestarle atención a la ceremonia.

Oscureció completamente y decidí irme antes que mis nuevas amigas. El temor de bajar disminuyó al ver que había guardias, escoltas y policías en todas partes. No es que una se sienta mega segura y cómoda con la presencia de  funcionarios que, cuando pasas frente a ellos comienzan a decir cosas que, en mi opinión, no deberían comentar estando uniformados y trabajando: “Princesa, pero qué bella” “¿Te doy la cola en la moto, mi amor?”… pero al menos me sentí tranquila respecto al hampa. Fingí demencia, bajé hasta la avenida, donde ya no había custodia, caminé tres cuadras en dos minutos y me metí en la estación de Metro.
        
          Hugo, amigo mío, hoy, un año después de que te fuiste de manera física, te tengo varios cuentos. Han pasado unas cuantas cositas (que no son juego) en el país, pero para contártelas ya tendríamos que sentarnos a tomarnos un café, yo un con leche y tú uno descafeinado (me enteré de que te gusta así) y ponernos al día. En este momento me gustaría más bien decirte que hoy vi en la mirada de la gente la misma tristeza que observé hace un año en Los Próceres. Te cuento que noté que te extrañan como si no hubieran pasado 365 días, que cuando dicen tu apellido se lamentan de que no estés, pero al mismo tiempo gritan con ánimo en tu honor. Hoy confirmé que, aunque pasen cosas, se presenten conflictos o intenten descalificarte, tú te quedaste con ellos. Siempre trato de evadir los lugares comunes, pero esta vez no puedo evitar decírtelo así: vivirás por siempre en el pueblo que te siguió a ti y a tu proyecto con convicción.

                                                                                                                Claudia Hernández