Son
los seres de la oscuridad
que
cada noche se despojan de su
piel
diurna para deslizarse
por
el asfalto capitalino
CARLOS
VILLARINO
A mi cómplice favorita
—¡Acepto!
_________
El pasado no existe y
menos cuando guarda sabor a fracaso. Es amargo sentirse el perdedor
de una contienda, sobre todo cuando ésta guarda relación con algo
tan imprescindible en nuestra cultura falocéntrica: la virilidad.
Eduardo y su figura de macho bravío habían caído, literalmente,
ante los encantos de la seductora piel de Milagros, que había
resultado todo lo contrario a su nombre. El destino a veces puede ser
cruel y paradójico.
Ella, una dama de la
noche, y él un jeque de ciudad. Porque ante el culto a la
nocturnidad las corbatas más elegantes se deslizan como guantes de
seda. Somos seres de la noche. Un
enérgico compendio de oscuridades y sombras que se mezclan, y se
adhieren a la piel de quienes se embarcan en los deliciosos peligros
de pertenecerle al éxtasis y al placer de lo prohibido.
Quizás
su mayor error fue toparse con la mujer equivocada. La
madrugada se hizo eterna entre la peligrosa amalgama de licor,
polvos y deseo. Él la miraba con una inmoralidad turbia de pasión
fogoza que nada tenía que ver con su perfil de empresario
respetable. La cultura y sus años en la Princeton
University se perdían a mil años luz ante la figura de buena
hembra de senos firmes, sabrosos y bronceados de Milagros.
Ella por su parte se olvidaba del pudor y sus caderas se movían al
ritmo de una danza perversa y macabra capaz de engatusar hasta al
sacerdote más fiel. “La mujer es el demonio”, dice el refrán
popular.
Era difícil no perder la cabeza ante aquel mujerón. Por lo tanto era
comprensible que Eduardo perdiera la cordura, aún estando consciente
de que mañana sería su matrimonio. Arreglado, claro está, como
todo en su vida. Su compromiso con Isabella era todo un anhelo. Refinada, educada en los mejores colegios de la ciudad, de tez blanca
y perfecta. Cursa el séptimo semestre de Estudios Políticos en la
UCV, es una oradora impecable, no hay quien le gane en un debate. La
muchacha escribe unos artículos de opinión arrechísimos, pero
tiene dos secretos. El primero tiene que ver con su padre. El segundo
con Antonio Arismendi, su profesor de cátedra, un cronista
brillante oriundo de Mérida, que tiene un verbo implacable y, según
ella, “escribe cómo los dioses”. Aunque todos saben que esa
carrera es un “mientras tanto”, porque cuando se case con
Eduardo la tendrá que abandonar. Él no va a permitir que la mujer
que lo debe representar ande por allí en jeans y guayaberas gritando
consignas en nombre de los menos favorecidos. ¿Qué vaina
era esa del feminismo? ¿Qué
carajos era ese interés de luchar por los derechos humanos?
¿Matrimonio igualitario para las minorías sexuales? “¡No me vengas con pajas, chica. Marico no es gente!”, solía
decirle él cuando tenía unos whiskycitos encima. Y ella se
molestaba, porque tenía un carácter que Dios se lo bendiga, y lo
dejaba solo. Ya estaba cansada de explicarle, con los mejores
argumentos, su compromiso de lucha social. Entonces él compraba un
camión de rosas, y se aparecía en la universidad vistiendo una
franelita con un árbol que decía: “Salvemos al mundo”, y ella se
iba con él tan sólo por evitar que la siguiera avergonzando.
_______
—Chamita, ¿entonces
te casas mañana?
—Sí, profe.
—Coño... Y me
disculpas el francés, pero ese tipo que escogiste es un pendejo,
muchacha... Tú te mereces...
—No, profesor, no
me diga lo que merezco porque usted sabe que...
Isabella
sabía que a su brillante y admirado profesor le pesaba demasiado la
brecha de veinte años que los separaba. “Veinte años no son
nada”, dice un tango. Lo que comenzó cómo la más inocente de las
admiraciones académicas se había transformado en un sentimiento
distinto. Y él, hombre al fin, lo tenía claro. Su experiencia y
la mirada vibrante de ella confirmaban el diagnóstico. Para él
aquello no era nuevo, todo lo contrario. Sin embargo, con Isabella le
pasaba otra cosa, no conseguía serle indiferente, le correspondía
en la presencia del sentimiento. Pero se frenaba, porque era un tipo
correcto, porque ella era su alumna, porque la edad se imponía,
porque en casa lo esperaba una compañera de años, y ella tenía un
novio, un completo imbécil, pero era su novio. Y Antonio era
demasiado ético cómo para correr el riesgo, cómo para perder la cabeza,
cómo para echarse esa vaina encima. Por eso, su romance
intelectual no pasaba de eso. Aunque una vez, estando en su
oficina, en el departamento de la Escuela, ella lo besó. Fue un beso
dulce, casto e inocentón que les quemó la boca. Bendito sea el roce
de aquellos labios rosados y sensibles sobre los suyos tan ávidos de
ella. Entonces la envolvió en un abrazo, y sus labios se volvieron a
juntar. Y se besaron sin pudor, con la torpeza de unos quinceañeros.
Se besaron con la rabia de sus años y el tiempo se detuvo. Pero de
allí no pasó, y juraron que nada había ocurrido.
—Antonio, a mí no
me importa si esto no es correcto. ¿Sabes que es correcto? Que yo te
adoro...
—Chamita, yo te
quiero -interrumpió él. Pero esto no puede ser, perdóname.
Aquello bastó para
que ella no lo olvidara. El placer de la sabiduría en sus labios
sedientos permanecía como un tatuaje. Nada que ver con los besos
fríos y mojigatos de Eduardo, su novio.
________
—Eduardo...Tengo
algo que decirte -susurró Milagros en plena faena amorosa.
—Dime, mamacita —murmuraba él, mientras la embestía una y otra vez.
Sus pieles
sudorosas de pasión; con aroma a sexo salvaje se rozaban ferozmente.
Él ardía, mientras ella estallaba por dentro...
Sin embargo,
aquella confesión hizo las veces de un eficaz coito interruptus.
El tono mordaz y cínico, la manera perversa de mover la boca al
pronunciar cada palabra. No, no hubo anestesia en aquella revelación que
carecía del sentimentalismo que caracteriza a ese tipo de noticias.
Él se puso pálido, la erección se desmoronó, y el miembro regresó
a su estado pasivo. Se le secó la garganta, lo que le provocó tos.
Los ojos se le irritaron y enrojecieron. Estuvo a punto de llorar. O
quizás fue la mezcla del escocés con las otras sustancias lo que
generó tal reacción. No tuvo tiempo de pensar demasiado. Cayó
derribado sobre los pechos de ella. El repique del celular lo sacó
de su estado de trance.
—¡Aló! —dijo
Eduardo, todavía aturdido.
—Eduardo, yo no te
amo -indicó una voz aplomada del otro lado del teléfono.
—Pero a tu padre y
a su empresa sí -aseveró él.
Colgó la llamada y
desterró de su mente el ataque de sinceridad de su futura esposa. A cómo diera
lugar esa boda, su boda, se llevaría a cabo. El acuerdo se realizó
hace un año, cuando ella cumplió sus veinte primaveras y su actual
suegro le solicitó un préstamo para su empresa quebrada.
—Tienes que abortar
-dijo con un tono inexpresivo, recuperando la conciencia, mientras dirijía una mirada implacable hacia Milagros.
—No voy a hacer esa
vaina... No de nuevo, chico.
—¡Maldita, puta!
Claro que lo harás.
—¡Pero no podemos
matar a nuestro hijo!
—No me vengas con
lecciones de moralidad. Además, seguro esa barriga no es mía -gritó Eduardo, mientras se bajaba de la cama y se ponía el pantalón.
— No te puedes
casar, Eduardo, estoy embarazada de ti - aseveró Milagros.
—Si tú mujer se
entera te botará. Es más, si te empeñas en casarte, mañana me
aparezco en la iglesia y suelto la bomba -decía ella, mientras se
acariciaba el vientre sudado y desnudo, que hace menos de veinte
minutos él besaba, mordía y lamía sin decoro.
—¿Me estás
amenazando, zorra? -interrogó Eduardo, con los ojos ardientes,
mientras le sostenía con fuerza la muñeca.
—¡Ay!, me
estás haciendo daño, animal -gimió ella. No importa lo
que digas, mañana todos sabrán que la futura madre de tu hijo soy
yo.
A Eduardo se le
puso turbia la mirada. La sujetó, una vez más, de la muñeca. Y le
atisbó un puñetazo certero al rostro.
—!No, por favor,
Eduardo, no! -suplicaba Milagros, mientras él sostenía con la otra
mano una almohada.
—Ahhhhhhhhh
Fue lo último que
se escuchó la suite 429, de aquel hotel ubicado en una calle de
Chacaíto.
__________
—¿Y cómo estuvo
la despedida de soltero? -preguntó el sonriente padrino de dientes
blaquísimos.
—No hubo, bro
-respondió Eduardo
—¿Y esa cara de
trasnocho, picarón?
—La que debe tener
todo el que va al matadero, quiero decir, al altar.
—Marico, pero yo te
mandé a la de siempre...
—¡Te dije que no
hubo despedida, carajo! -gritó Eduardo con violencia.
La flamante novia
de tez blanca y cara de llovizna, no tardó en llegar del brazo de su
padre. Y se cumplió, cómo si se tratara de un guión bien ensayado,
todo el protocolo de la boda. Hasta que, estando los novios frente al altar, el cura les
formuló la pregunta definitiva:
Mientras tanto,
sentado en la ultima fila de la iglesia, uno de los invitados, el
profesor Arismendi, lee con disgusto la primera página de La Voz:
“Hallan sin vida a mujer en un hotel de Caracas”. La causa
de la muerte fue asfixia, y las autoridades manejan la hipótesis de
un crimen pasional. Mientras lee la noticia recuerda sus famosas
crónicas policiales y carcelarias, y sonríe a medias. Luego
recuerda para qué está allí y la expresión de disgusto regresa.
Está a punto de olvidar su ateísmo y ofrecerle una velita al Santo
que sea para que su chamita no se case.
—¡Acepto! —responde el acelerado novio, con los ojos rojos.
Es el turno de
Isabella, todas las miradas están puestas sobre ella. Su boca se
mueve, gesticula, está a punto de emitir la esperada respuesta. Sin
embargo, el sonido de una sirena de policía, que proviene de la parte
de afuera de la iglesia, no permite que su voz sea escuchada.
Elvianys Andrea Díaz
Ok...Al final me quedé como quien está concentrado viendo una película, comiendo ricas cotufas y cuando viene lo mejor...¡Se va la luz!
ResponderBorrar¡JAJAJAJAJ! Lo siento, lo siento. De igual manera gracias por tu atenta lectura. Por cierto, hablando de pelis, si no has visto "La provocación", de Woody Allen, con Scarlett Johansson, te sugiero hagas lo propio.
ResponderBorrarE. Díaz.
No la he visto, así que te haré caso. Gracias por la sugerencia. ;)
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