miércoles, 13 de agosto de 2014

Inocentes

A la maestra de las letras y señora de la literatura


Me quedé parada unos segundos en la acera y, después de evaluar la situación, decidí. Tenía ropa deportiva porque había salido a comprar una tarjeta telefónica en la panadería, las máquinas que quería usar estaban libres, y además había varias personas en el lugar, a pesar de que había oscurecido. Se daban, pues, las condiciones para que pudiera ejercitarme un rato.

Estiré el cuerpo y me dispuse a mover las piernas en la bicicleta. Quería relajarme, despejar la mente y olvidar las responsabilidades por un momento. Sin embargo, me fue difícil hacerlo de inmediato: mis músculos se relajaban con los movimientos, pero mi cerebro seguía haciendo un inventario de las cosas que debía hacer. El bendito trabajo de economía no salía de mi cabeza. Me quejé mentalmente de mis responsabilidades académicas y concluí que eran demasiadas, lo cual hizo que acelerara el paso en la máquina. En ese instante vi a una chica que venía montando a duras penas una patineta: perdía el equilibrio, se tambaleaba, y casi se cae. Pero esto en vez de molestarle, le causaba gracia. Escuché sus carcajadas ruidosas y sinceras. Esto último fue quizás lo que hizo que sonriera a medias. A su lado venían dos muchachos: uno corriendo, otro caminando, ambos riendo.

Dejé de prestarle atención al asunto y fijé la vista en el bombillo del poste que tenía en frente, y al fin pude abstraerme de todo por un momento. Me quedé con la mente en blanco, sin pensar en nada, el cuerpo se movía por inercia. No sabía dónde estaba, hasta que un “¿Siempre vienes para acá?” me regresó a la realidad. “A veces bajo”, respondí y le sonreí a la niña. Viéndola de cerca, me di cuenta de que era menor de lo que pensé.  Al parecer, había decidido dejar de sufrir en la patineta e intentar hacer algo en la otra bicicleta estática que estaba a mi lado.

             ¿Y esta máquina para qué sirve?

            Hice un leve gesto de extrañeza ante la pregunta y sonriendo le contesté:

            Para tonificar los músculos de las piernas.

                Se sorprendió  y luego se dirigió a los muchachos que la acompañaban:

             ¿Vieron? Ella sí sabe de estás cosas.

              El comentario me causó gracia y curiosidad. Me pareció raro que mi respuesta la haya impresionado y pude advertir así su cierto grado de inocencia ante la vida. Será que le pareció interesante lo de la tonificación, me dije. Para mí es poco común conseguir en las calles de esta ciudad a  personas así: que reparen en un pequeño detalle.  Bueno, es una niña.  Los infantes siempre ven las cosas de otro modo, concluí. Y no sé si fue eso u otro factor lo que le llamo la atención, pero lo cierto es que quiso seguir conversando conmigo.
           
             ¿Y cuántos años tienes?  interrogó.

             Tengo 22 ¿y tú?

              Abrió la boca y los ojos considerablemente y sin cerrar estos últimos, afirmó:

            ¿En serio? No parece. Aparentas como 18.

            Ja ja ja, qué bueno –respondí.

            Yo tengo 16.

               Esta vez la sorprendida fui yo. De verdad no parecía tener esa edad. Le calculaba 13 o 14 años como máximo. Se lo hice saber y me sonrió.

            ¿Y qué haces, estudias, trabajas? –prosiguió con las preguntas.

            Estudio en la universidad.

      Guao ¡más fino! Eso debe ser chévere –dijo, mientras miraba al cielo, como imaginándose ser parte del alma máter.

Una gota hizo que bajara el rostro y al yo subir el mío, pude ver la cantidad de nubes que presagiaban el chaparrón. Sin embargo, seguí en la máquina. No me importaba mojarme. Ella también se quedó y de vez en cuando noté que me miraba como quien ve detenidamente a su artista favorito sonriendo desde alguna valla publicitaria en la calle. El agua comenzó a caer y, por primera vez, me fijé con detalle en los chicos que acompañaban a la niña. Uno tenía aproximadamente la edad de ella y montaba la patineta con destreza. Al otro  no pude verlo muy bien, porque estaba lejos y la oscuridad lo cubría. Sin embargo, noté que era más grande. Llevaba un bulto colgado hacia adelante, al cual abrazaba como si cuidara algo, y estaba sentado en un muro.

           La lluvia hizo que las personas que quedaban se fueran del lugar y que los chicos corrieran a refugiarse en una especie de toldo que había en la esquina. Pero en ella provocó todo lo contrario. Se bajo de la máquina, se paró en la grama, miró hacia arriba, dejó que las gotas cayeran en su rostro y comenzó a dar vueltas, acompañadas de pequeños brincos. Me miró riendo y acepté la invitación. Llegué a donde estaba y abriendo los brazos,  dejé que el agua tocara mi cuerpo. La lluvia arreció junto con los ánimos. Comencé a jugar, a dar vueltas en puntillas en una especie de ballet mal ejecutado y un “¡Uhhh!” salió desde lo más profundo de mis entrañas, como si con aquel grito me liberara de alguna atadura. Ella también disfrutaba bailando un estilo de danza parecido al mío, al tiempo que hundía los pies en los pozos de barro que comenzaban a formarse. Yo había olvidado todo, hasta que en ese momento recordé mis tareas y mis deberes, pero ya no me pesaban. La vi reír con ganas y pensé que qué bien era ser así: libre, inocente y sin preocupaciones. Me sentí bien por haber disfrutado de mi niñez.

Nos mojamos hasta que escampó y, cuando ya no vimos caer más gotas, comenzamos a caminar hacia el toldo. “¡Qué fino estuvo!, comentó ella, mientras exprimía su cabello. “Súper”, respondí, entretanto hacia lo propio con mi camisa. Debajo del techo, los muchachos esperaban y se burlaban al vernos mojadas. Nos miraban y movían la cabeza de una lado a otro en un gesto de negación que lo que deseaba comunicar más bien era algo como “Qué horror” o “Están locas” o  las dos cosas.

Nos terminamos de acercar y el chico del bulto se levantó para cederme el puesto, permitiéndome ver qué era aquello que cargaba con tanto cuidado. Observé fijamente y sentí como  un aire frío, que no tenía nada que ver con el hecho de que estuviera mojada de pies a cabeza, me recorrió el cuerpo y el pensamiento. Ella pareció advertir mi sorpresa. “Vine a hacer ejercicio, porque después de que tuve a mi hija siento que quedé muy gorda”, dijo, mientras me veía con la misma expresión de idolatría de las veces anteriores. No respondí nada, sino que dirigí mi vista a aquel marsupio artificial de donde sobresalían un par de ojos de mirada verdaderamente inocente, tan inocente como me sentí en ese instante, que me miraban fijamente.

                                                       
                                                                                                 Claudia Hernández


No hay comentarios.:

Publicar un comentario