miércoles, 11 de junio de 2014

Todo el tiempo el amor


 

—Amor… y pensar que eso era lo que me mantuvo junto a ti todo este tiempo; y pensar que era tu argumento para justificar todas tus acciones –decía ella mirándolo fijamente a los ojos.

 Y esos ojos cafés que querían decirlo todo, clavados fijos en los de ella, no decían nada:

—Tranquilo, no es necesario que emitas palabra. Ya no necesito tus disculpas, tus promesas en vano, aquellos “no lo volveré hacer. Yo te amo” que perdían vigencia cada vez que tu puño tocaba mi cara. Ya no te creo.

Su boca entreabierta parecía querer decirle algo, pero ella lo tomó del mentón y seguía:

—¡Calla! Esta vez hablaré yo. Por primera vez en siete años de casados me toca a mí desahogarme. Quién se iba a imaginar que un hombre con un semblante risueño, deleitable ante los ojos de cualquier mujer podría ser semejante monstruo; nadie pudo advertirme de ello. ¿Recuerdas la luna de miel? ¿Cuando aquel viejo verde se atrevió a tocarme el culo? No dijiste nada. Pero más tarde en la habitación me reprochaste, me acusaste de provocadora por usar ese vestido de playa que dejaba ver mis curvas. ¿Y cómo no pude darme cuenta que ese era el inicio de mi infelicidad? Amor. Todo el tiempo el amor.

 Hizo una pausa y, a pesar de todo, suspiró y lo miró con cierta ternura, apreciando como la brisa acariciaba su cabello negro.

—Me conociste siendo libre, soñadora y parlanchina. Me querías para ti solo, y la idea de un embarazo fue la excusa para que renunciara a mi trabajo y me dedicara a ti, a tu hijo y a tu casa. Domaste mis pasiones. Cuando no pudiste embarazarme empezaron tus frustraciones. Mis infinitos esfuerzos por consolarte, por hacerte saber que yo estaría contigo siempre te mortificaban aún más. Por cada prueba negativa, el sexo se convertía en una rutina asquerosa, dolorosa. ¿Y los golpes? Las cachetadas y puñetazos que me hicieron besar el suelo a causa de tu mente retorcida ¿Por amor? Todo el tiempo el amor.

 Él no decía nada, acaso como si no se atreviese o simplemente estaba atento a las palabras de su esposa. Ella subió a las rocas que con tanta fuerza golpeaba la marea. Desde allí podía verse parte del litoral. Con la mirada perdida, demente, concluyó:

—Sólo Dios y yo supimos lo mucho que te amé. Porque yo si te amé, tan inmenso como este mar, como este cielo, y tú nunca supiste verlo. ¡Pero esto se acabó, me cansé! ¡Me voy lejos y ya no puedes impedírmelo, no puedes perseguirme! Adiós.


Fue entonces cuando cayó. Él de verdad, no pudo ir tras ella... no pudo perseguirla porque su cuerpo fue hallado en su casa, en la capital, decapitado, y su cabeza, yacía entonces en lo más profundo del mar. Ella huyó. Con sus propias manos puso fin a ese yugo. Se había ido para siempre y, por fin, fue libre.

                                                                                                  Ambar Almenar

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