—Amor… y pensar que eso era lo que me mantuvo junto a ti todo este tiempo;
y pensar que era tu argumento para justificar todas tus acciones –decía ella
mirándolo fijamente a los ojos.
Y esos ojos cafés que querían decirlo
todo, clavados fijos en los de ella, no decían nada:
—Tranquilo, no es necesario que emitas palabra. Ya no necesito tus
disculpas, tus promesas en vano, aquellos “no lo volveré hacer. Yo te amo” que
perdían vigencia cada vez que tu puño tocaba mi cara. Ya no te creo.
Su boca entreabierta parecía querer decirle algo, pero ella lo tomó del
mentón y seguía:
—¡Calla! Esta vez hablaré yo. Por primera vez en siete años de casados
me toca a mí desahogarme. Quién se iba a imaginar que un hombre con un
semblante risueño, deleitable ante los ojos de cualquier mujer podría ser
semejante monstruo; nadie pudo advertirme de ello. ¿Recuerdas la luna de miel?
¿Cuando aquel viejo verde se atrevió a tocarme el culo? No dijiste nada. Pero más
tarde en la habitación me reprochaste, me acusaste de provocadora por usar ese
vestido de playa que dejaba ver mis curvas. ¿Y cómo no pude darme cuenta que
ese era el inicio de mi infelicidad? Amor. Todo el tiempo el amor.
Hizo una pausa y, a pesar de todo,
suspiró y lo miró con cierta ternura, apreciando como la brisa acariciaba su
cabello negro.
—Me conociste siendo libre, soñadora y parlanchina. Me querías para ti
solo, y la idea de un embarazo fue la excusa para que renunciara a mi trabajo y
me dedicara a ti, a tu hijo y a tu casa. Domaste mis pasiones. Cuando no
pudiste embarazarme empezaron tus frustraciones. Mis infinitos esfuerzos por
consolarte, por hacerte saber que yo estaría contigo siempre te mortificaban
aún más. Por cada prueba negativa, el sexo se convertía en una rutina
asquerosa, dolorosa. ¿Y los golpes? Las cachetadas y puñetazos que me hicieron
besar el suelo a causa de tu mente retorcida ¿Por amor? Todo el tiempo el amor.
Él no decía nada, acaso como si no
se atreviese o simplemente estaba atento a las palabras de su esposa. Ella
subió a las rocas que con tanta fuerza golpeaba la marea. Desde allí podía
verse parte del litoral. Con la mirada perdida, demente, concluyó:
—Sólo Dios y yo supimos lo mucho que te amé. Porque yo si te amé, tan
inmenso como este mar, como este cielo, y tú nunca supiste verlo. ¡Pero esto se
acabó, me cansé! ¡Me voy lejos y ya no puedes impedírmelo, no puedes
perseguirme! Adiós.
Fue entonces cuando cayó. Él de verdad, no pudo ir tras ella... no pudo
perseguirla porque su cuerpo fue hallado en su casa, en la capital, decapitado,
y su cabeza, yacía entonces en lo más profundo del mar. Ella huyó. Con sus
propias manos puso fin a ese yugo. Se había ido para siempre y, por fin, fue
libre.
Ambar Almenar
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