miércoles, 25 de junio de 2014

Abril

      Se llamaba Abril. Sus grandes ojos verdes, a veces aguamarina, constituían toda la inmensidad de mi universo. Era lo que más me fascinaba de ella; su piel era blanca como  porcelana, con apenas unas pequitas en las mejillas que, de vez en cuando, se confundían con el rubor  que le provocaban mis besos. Bueno, los besos que solía darle. Porque como dice la salsa, “todo tiene su final, nada dura para siempre”. Y, como jamás duró una flor dos primaveras,  lo nuestro no fue una excepción. Sin embargo, nunca olvidaré aquella última mirada.
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Había ignorado las múltiples advertencias de mis amigas: que si la noche, el peligro, la ciudad devoradora…

El humo. Las luces. La música a todo volumen, -me genera sordera-, el vodka, la cuba libre, la multitud, los necios que se empeñan en conversar, y se gritan al oído preguntas que, en un sitio más apropiado, no se atreverían a formular. Se empeñan en una interacción absurda, aun sabiendo que en ese tipo de tugurios lo importante es saber mover las caderas.

No tengo diez minutos en el antro, y ya recibo la primera invitación a bailar. Baile. Movimiento. Meneo de caderas. Roce de cuerpos. Sudor mezclado con perfume y humo. Una perfecta amalgama de narcóticos nocturnos. Un baile tras otro, la música no para de sonar. El cuerpo se adapta a esa rutina mecánica, pero sensual, y al manoseo. Las manos en la cintura, en las caderas, en el culo, en los pechos. Las frentes llenas de sudor se rozan al ritmo de la Electro. El deseo. El deseo aparece, es algo instintivo. La mente vuela, está en otro sitio. Uno tras otro, se repite la misma rutina.

Los cuerpos son masas aglutinadas, todas iguales, lo único que varía es la forma de moverse: unos más lascivos que otros, pero de todos modos aquello no es más que sexo con ropa. El vaivén es el mismo. No me preocupo por los rostros, la poca luz y el vodka en el cerebro, no me permiten distinguir entre uno u  otro compañero.

La cercanía es inevitable, lo siento pegado a mí. Sus manos no se despegan de mi cuerpo. Suena un reggaetón. “Dile que bailando te conocí, cuéntale”, asevera el cantante. Me parece conocido pero no recuerdo su nombre. Sus labios se deslizan, poco a poco, por mi cuello. La piel se eriza, mi mente está en otro lugar. No vacilan mucho, llegan a las mejillas, y se aventuran a mis labios. Los suyos saben a Cuba libre, son algo dulces. El reggaetonero sigue insistiendo, dice: “dile que beso mejor…”. Yo ni me entero, estoy ocupada pensando “¿Y si fuera ella? Con otro rostro y otro nombre diferente y otro cuerpo, pero sigue siendo ella, que otra vez me lleva; nunca me responde, si al girar la rueda. . . Ahh”, me susurra  al oído Alejandro Sanz . Mis manos acarician su cabello corto, y mi boca se enfrasca en la suya, dulce y avezada. Por unos segundos me sumerjo en la fantasía de pensar que no es mi acompañante quién me devora. “Abril”, susurro entre dientes, separando, a duras penas, sus labios de los míos.

            Disculpa, ¿qué dijiste? –me pregunta al oído.

            Que tengo calor, ¿nos tomamos un trago?

  Claro, mi bella, vamos por los tragos –afirma él.

El sabor a Vodka también me recuerda a Abril. Era su trago favorito, el problema venía cuando lo mezclaba con otras sustancias.

 ¿Y cómo te llamas, mi bella?

Alejandra –mascullé.

¡Qué casualidad! Yo me llamo Alejandro, nosotros como que estábamos destinados, belleza.

Le asiento con una sonrisa. Apenas puedo escuchar sus balbuceos. Mi mente vuelve a los acontecimientos de esta mañana, y a la última mirada de Abril. El pana vuelve a besarme. “Esos labios tuyos me provocan”, me susurra con su aliento a licor. Ignoro su comentario balurdo. Sólo quiero olvidar. Le beso con fuerza, con rabia. Soy un huracán en su boca, que lo revuelve todo sin contemplación, incluso, puedo sentir  su excitación en mi cintura. “Es mentira que sepan a vinagre los besos sin amor”, pienso en la canción de Sabina. “No es tu culpa, no es tu culpa, no se quiso dejar ayudar”, me repetía como un mantra. Deseo salir corriendo, estoy sudando frío, siendo escalofríos, me siento claustrofóbica. “Tengo que ayudarle, yo puedo ayudarle”, susurra una y otra vez la voz en mi cabeza. Él ni se entera, está muy inspirado cantando: “me tratas mal, pero me gusta”. ¡Pum Pum! Detonó el arma, y mi acompañante cayó a mis pies.


Entonces lo sentí, en toda mi piel, el vals de la muerte que abrasaba su vida. Y la mirada, la última mirada, como la de Abril. El vértigo me recorrió la columna, la gente gritaba y se dispersaba. Yo corrí. El tugurio era ahora un infierno. Igual que esta mañana. Sin embargo, esta vez a la pistola no la sostenían mis manos.

                                                                                                        Elvianys Díaz

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