
Aspiré
el cigarrillo por última vez y después de casi quemarme los dedos con la punta
de la colilla, puesto que se había consumido casi toda, la boté. Me tomé lo que
quedaba del trago de whisky y empecé a caminar hacia la salida. Me iba
decepcionado. No había podido cuadrar nada esa noche. “¿Cómo es posible que no
haya caído ninguna?”, pensé, mientras iba a la puerta de la discoteca. Y cuando
estaba a punto de salir, la vi. Se movía al son del house y levantaba un vaso
con su mano izquierda. Bailaba sola. Me quedé viendo la cosa unos minutos y al
notar que nadie la acompañaba, me acerqué.
Me paré detrás de ella y bailé siguiéndole el paso. Se volteó,
esbozó una pequeña sonrisa y siguió moviéndose. “Ajá, no me rechazó”, me dije,
entretanto le ponía la mano en la cintura. Bailamos unos minutos, hasta que el
cambio de género musical nos interrumpió. El Dj puso reggaetón y la mayoría de
quienes bailaban dejaron de hacerlo. Ella se fue a la barra, la seguí y antes
de que hiciera su pedido, la abordé.
—¿Qué te gusta tomar? –pregunté.
Se volteó y mirándome extrañada, como si la hubiera
sorprendido que la siguiera, me respondió:
—Vodka.
—¿Y estás sola? –interrogué para confirmar.
—Vine con unas compañeras de clase, pero se perdieron.
Deben estar por ahí, si es que no se han ido…–respondió al tiempo que meneaba
su trago con el pitillo.
Cuando una luz me dejó verle la cara, me quedé loco.
Inmediatamente calculé que tenía unos 17 años y que, por lo tanto, le doblaba
la edad. Estuve tentado a irme, pero le vi el cuerpo y comprendí que la edad no
importaba nada en comparación con sus curvas. Pedí vodka para ella y ron para
mí. Normalmente hubiera pedido whisky, pero no quería reflejar ninguna muestra
de adultez. “Ay no, tan fina que estaba la música y la quitaron, jajajajaja", dijo luego de tomar el primer sorbo. Al verla reír a carcajadas después de
decir algo tan simple, me di cuenta de que estaba ebria. Me tomé el trago en
dos sorbos y la invité a hacer lo propio. Lo hizo y se dio lo que esperaba:
terminó de embriagarse.
“El reggaetón también es bueno. Ven” –le dije y la halé
hacia la pista. “Esa nena cuando baila me vuelve loco bailando el dembow.
Dembow, dembow, dembow…”, sonaba. Bailamos frente a frente y podía ver como se
le perdía la mirada en un punto indefinido. Me pegué a ella. Se lo recosté,
para decirlo en criollo. “¿Qué es eso, vale, jajaja? ¡Qué canción tan vieja,
jajajaja!” –decía, mientras me rodeaba el cuello con las manos. La agarré por
la cintura y la besé. Metí mi lengua entre sus labios y recorrí toda su boca.
Me retiraba, mordía su labio inferior y repetía el procedimiento. Ella me
respondía, aunque la noté nerviosa. Me separé y vi que su rostro ciertamente
reflejaba cierto temor. “Así no se va a poder”, me dije y la llevé a la barra.
—Qué calor hace. Vamos a tomarnos otro trago –le dije,
entretanto le hacía señas al bartender y metía la mano en mi bolsillo.
—Sí, demasiado. Necesito tomar algo –respondió.
Llegaron los mismos tragos de antes, pero lo demás fue
distinto. Agarré su bebida, metí su cartera debajo de mi brazo, para apartarnos
de la barra, y cuando iba a agarrar mi trago, dejé caer su bolso. Me disculpé,
pero no hice ningún movimiento para recogerlo. Ella se agachó para hacerlo y,
con la misma rapidez de siempre, eché la pastilla en su bebida.
Cuando se levantó, ya estaba hecho. Amagué varias veces
antes de darle el trago, simulando a manera de broma que se me iba a caer
también. Con ese tiempo bastó para que la tableta se disolviera. Finalmente se
lo entregué y sin decirle nada, se tomó la mitad en un sorbo. Con eso bastó.
Caminé con ella a una esquina del local y comenzó el proceso. “Ay, mi cabeza.
Me siento mal. Tengo ganas de vomitar” –dijo. Fueron las últimas palabras que
pronunció. Después solo hacía sonidos raros. De queja. “Ven, vamos a tomar
aire” –le dije y nos dirigimos a una puerta trasera del sitio. Le hice la seña
a la rata de Pérez y salimos.
Cuando la penetraba, veía sus ojos desorbitados, que no
se terminaban de cerrar, pero que no veían a ningún lado específicamente.
Empujaba una de sus piernas para tener mayor profundidad y con cada vaivén
entraba con más fuerza. La muy perra se quejaba como si le desagradara, pero yo
sabía que lo que sentía era placer y después de retirarme me di cuenta: había
sangre. “Hasta salí estrenando, vale”, pensé. La vi allí tirada por última vez
y me fui. Le di al mal nacido de Pérez su paga. El bicho me cobra por hacerme
esa segunda. Quien sabe si después que se las dejo ahí, no aprovecha también. Qué desgraciado. Dejé de hacer
suposiciones inútiles y salí a la calle.
Recordé. Me sentí poderoso. Aspiré el cigarrillo por
última vez y después de casi quemarme los dedos con la punta de la colilla
(como de costumbre), puesto que se había consumido casi toda, la boté.
Claudia Hernández
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