Me bañé, vestí, peiné y maquillé con
rapidez. Y no sé por cual (extraña) razón estuve lista antes que Alberto. Lo
que sí sabía era que las cosas inexplicables tienen consecuencias. Alberto es
mi padrastro y suelo salir a Caracas con él todas las mañanas ¿Voy a perder esa cola? pienso siempre.
Esa mañana tenía cita en el odontólogo y, a pesar de que detesto ir, quería
asistir con tal de salir de mi casa.
La tardanza de Alberto efectivamente
tuvo consecuencias. Se le había hecho tarde para llegar al trabajo.
—Sofi, voy a recortar camino, porque
voy es tarde, mi niña –dijo mientras se acomodaba en su asiento.
Respiré profundo y me puse el cinturón
de seguridad.
—Mmm, dale, pues –respondí con
resignación.
Nunca me han gustado los atajos ni los
caminos verdes ni nada de eso. La verdad es que no me gusta nada que suene a
riesgo. Alberto me dijo que colocara la música que yo quisiera y no dudé en
introducir el cd de Arjona en el reproductor.
Olvidarte
es recordar que es imposible… cantaba
en voz baja, mientras dejaba que la brisa me acariciara el rostro. Me perdí en
pensamientos cursis, hasta que el vidrio de la ventana me regresó a la realidad.
Alberto lo había subido. “Ya estamos entrando al barrio” – me advirtió. Comencé a
ver por la ventana, pero esta vez lo hice detalladamente. La calle era doble
vía y de ambos lados había casas humildes. Más adelante se encontraba una cancha que,
aunque era de baloncesto, tenía arquerías de futbolito; un contenedor de basura
desbordado, una línea de camionetas donde abordaban, en su mayoría, personas que iban al trabajo y niños que iban
al colegio…
El hilo de la normalidad se rompió
cuando nos encontramos con una multitud frente a nosotros. Había personas
amontonadas en un lado de la calle y el tráfico era lento porque, como cosa
rara, los carros disminuían la velocidad al pasar para no perder detalle de lo
que ocurría. “¿Qué habrá pasado?” – dijo mi padrastro para sí mismo. Menos mal que por aquí era mejor, pensé.
Cuando nos acercamos a la cuestión nos dimos cuenta de lo que pasaba y me sentí
inmersa en la escena de una película. Entre el montón de gente se podía
vislumbrar el cuerpo tendido en el piso. Estaba cubierto con una sábana blanca en
la cual había manchas de sangre. Después de observar el largo del cuerpo y los
zapatos que sobresalían de la tela, se podía concluir que se trataba de un hombre. Cerca del cadáver estaban (a juzgar por su llanto) los
familiares. Un muchacho le hablaba al cuerpo: se llevó la mano a los labios e
hizo un gesto de juramento. Noté que decía algo como “esto no se queda así,
hermano”. La escena me conmovió.
Un poco más retirados y distribuidos
en la zona había alrededor de 30 motorizados. Avanzamos y entramos a una
especie de alcabala de civiles. Yo todavía no había superado del todo lo que acababa de ver. Tac, tac, tac -vacío en el estómago, corazón acelerado, manos
frías -. La respiración de Alberto me hizo entender que estaba igual que yo.
Transcurrieron segundos, pero parece que para ellos pasó más tiempo. TAC, TAC, TAC. Tanto el tipo que tocaba
la ventanilla del lado de Alberto como el que golpeaba la de mi lado se notaron
un poco impacientes. Sin tener otra opción, bajamos los vidrios.
—¿Todo bien por aquí, hermano? –dijo el que estaba del lado del mi padrastro, mientras miraba detalladamente el
interior del carro.
—Si, pana, todo tranquilo –respondió Alberto, quien mantuvo firmeza en la voz.
Pude observar (y estoy segura de que
Alberto también lo hizo) la pieza metálica que salía de la mano del sujeto,
quien no se esforzaba en mostrarla, pero tampoco en ocultarla. Mientras tanto,
el tipo que estaba de mi lado también hacía su trabajo. En este caso, el arma
sobresalía de su pantalón a la altura de la cintura.
—Buenos días, mami –dijo mientras
me miraba de arriba a abajo.
No respondí. Hizo la misma requisa
visual que su compañero y la culminó viéndome el pecho. Vio a Alberto, cruzó
miradas con un compañero y de nuevo la mirada a mi pecho. Me asusté un poco. Dios
no me negó nada por delante y cada vez que un hombre me ve así, sé con que
intención lo hace. Esbozó una leve sonrisa y con la habilidad, la sutileza y la
tranquilidad de quien está acostumbrado a hacer eso, tomó los Ray-Ban (originales)
que tenía colgados en la franela. Me sentí aliviada, sorprendida, molesta,
confundida… Se me había olvidado que había puesto mis lentes favoritos en ese lugar. Debe
ser la costumbre de siempre tenerlos allí. El chamo (porque viéndolo bien, no
le calculé que tuviera mas de veinte años) se los puso, usó el vidrio trasero
como espejo y con cara de satisfacción, como muchacho con juguete nuevo (diría
mi mamá), se retiró del carro. “Vaya, pues, pana” – dijo el otro sin poder ni querer ocultar su sonrisa.
Arrancamos con velocidad moderada y no
hablamos en lo que restó de camino. Cada uno iba pasando el susto a su manera:
yo me mordía los labios y Alberto chocaba el dedo pulgar contra el volante repetidamente. Por fin se terminó la carretera e ingresamos
a la autopista. Siempre me ha gustado la capital. Sin embargo, esa mañana la vi
más hermosa que nunca. Me sentí fuera de peligro.
Comencé a desabrocharme el cinturón y a agarrar la cartera mientras llegábamos, para ganar tiempo. Me había retrasado yo también. “Sofía, mamita, cónchale…” –dijo Alberto con tono de preocupación. “ Tranquilo, Alberto, no le voy a contar nada a mi mamá” - respondí tajante y me bajé del carro. Me miró con cara de sorprendido. Ni que hiciera falta ser adivina para saber que esa es toda su angustia, pensé.
Intenté retomar los pensamientos que me había
evocado Arjona entretanto me acomodaba en el sillón. Pero el ruido del aparato
de limpieza me comenzó a aturdir, mientras que su punta le comenzaba a hacer
cosquillas a las separaciones de mis dientes.
Claudia Hernández